jueves, 14 de septiembre de 2017

Alivio de luto

Al cabo de un año de vestir riguroso luto por la muerte del abuelo, Inés comenzó a recibir las visitas de Marcial, que de acuerdo al criterio de la familia, no revestían ningún peligro; porque al parecer no pretendían nada distinto que compartir con la abuela un café, una conversación que nunca fue más allá de las fronteras del estado del tiempo, lo tupidos que estaban los arbustos en el patio, el dolor en esta o aquella mano y saludar a los vecinos que desfilaban por el frente de la casa.

La mayoría de las veces, pasaban las tardes en silencio sentados en el antejardín de la casa, tal y como lo hicieron Ramón e Inés, todas las tardes de su vida juntos, mientras no lloviera. Salir a tomar el fresco del atardecer y conversar con vecinos, era una costumbre en tierra caliente con la que hombres y mujeres marcaban el final del día.

Marcial arrastraba su andar desde la casa en la que vivía, dos cuadras abajo de la nuestra, apoyado en el perrero de guayacán que llevaba siempre en su mano derecha, vestido de saco, camisa de manga larga, pantalón de dril y zapatos de material, casi siempre de color negro. Era como un espantapájaros moviéndose lentamente por los andenes del barrio.

Nunca aprendió a leer ni a escribir y en la cuadra se decía que la casa en la que vivía era de su propiedad y, pese a ello, sus hijos y hermanos la arrendaban con la condición de que los nuevos inquilinos respetaran que él ocupara un cuarto en la parte de atrás del patio. Por supuesto del dinero de aquel arriendo Marcial nunca vio un centavo, ni siquiera un billete de mil pesos para comprar cigarrillos, que yo compartía con él, porque se le volvió costumbre, al verme parado en la verja todas las tardes, subir desde su casa para fumarse uno conmigo y pedirme luego dos o tres puchos más para pasar la noche.  

No faltaba que algún vecino imprudente hiciera bromas a la abuela cuando les veían a ella y a Marcial sentados en el antejardín. Que satirizaran con lo bien que se veían juntos, a lo que la abuela siempre contestó con una carcajada irónica, poniéndose la mano en el pecho y diciendo ay mi Ramos, su peculiar manera de llamar al abuelo en voz alta y recordarlo. Marcial ni se inmutaba.

Cuando las garzas regresaban a sus nidos, dispuestos en las ramas altas de los árboles frondosos, sembrados en el sector norte del cementerio San Bonifacio, la noche comenzaba a caer en el barrio. Entonces Marcial le ayudaba a la abuela a entrar las sillas y la pequeña mesa que les servía cada tarde para poner las tazas de café. Así moría cada encuentro. Mientras la abuela encendía las luces de la sala y el comedor, Marcial se retiraba con un adiós entre los dientes y con su mano levantada, como si se despidiera o saludara, no se sabía, a alguien que pasaba a lo lejos. Cerraba la puerta de entrada y ponía pasador al portón del antejardín y arrastraba de nuevo su andar hasta su casa, a su pequeño cuarto, donde no tenía más que una cama sencilla, un silla y, en una mesa de madera maltrecha, un pequeño televisor a blanco y negro en el que veía siempre el noticiero de las siete y la novela de moda.

La abuela juagaba las dos tazas y los platos, calentaba un cuenco de leche y mientras lo hacía ponía el pasador y doble llave a la puerta de entrada a la casa; candado a las ventanas de la sala, cerraba la puerta del patio y se sentaba luego a la mesa, sola, a tomarse la taza de leche caliente que le hacía más confortable el sueño.

Luego se levantaba de la mesa del comedor de cuatro puestos, lavaba la taza donde se había tomado la leche y el cuenco en el que la había calentado. Se secaba las manos con el limpión que siempre colgó de la puerta de la nevera; cerraba la llave de la pipeta del gas, apagaba las luces y se iba a tientas hasta el baño para asearse antes de ir a la cama.

Cuando la abuela entraba en su cuarto y, pasaba el pestillo a la puerta, instintivamente volvía a sentirse sola. El vacío que había dejado en ella la muerte del abuelo, la obligó a creer que no podría acostumbrarse a su ausencia, a su lado frío de la cama sin deshacer, a ver el noticiero y la novela sola, merendar algo antes de las nueve de la noche sin la complicidad del abuelo; al café de las mañanas sin él, al silencio, ahora convertido en una triste afonía, que acompaña siempre a las parejas que envejecen juntas.

Entonces se repetía mentalmente que no tenía sentido tratar de superarlo, si pronto se reuniría con él y que lo mejor que podía hacer era reconocer su nueva condición de mujer sola, de viuda, de mujer desamparada.

Después de apagar la televisión, siguiendo el ritual que a lo largo de cincuenta años cumplió junto a Ramón, encendía la radio que estuvo siempre en la mesa de noche del abuelo y se dormía escuchando los programas musicales de la Voz del Nevado o de Ecos del Combeima. En ese mismo radio, la noche del 19 de abril de 1970, escuché desde mi cuarto que, el perdedor hasta entonces de las elecciones presidenciales, Misael Pastrana Borrero, era el nuevo presidente del país, y pese a que el abuelo era godo, no hubo júbilo por el amañado triunfo.

A despertar sola tampoco se acostumbró. Lo hacía muy temprano, no por hábito, sino porque a medida que pasan los años sobre tu cuerpo, las horas de sueño disminuyen y quedarse arrunchada calentando cobijas, no estaba hecho para ella. Así que sentada en el borde de su cama se ponía la levantadora, se calzaba sus pantuflas, pasaba sus dos manos por el cabello para alisarlo y poniéndose de pie se disponía a vivir otro día más sin Ramón.

Esa mañana, mientras cambiaba el agua y la comida de los pájaros, y regaba los rosales en el patio, supo que era tiempo de cambiar el luto. Que ya no era necesario seguir rigurosamente vestida de negro, ya fuera para mantenerse en casa o para salir al antejardín. Y no fue exactamente una revelación, ni que el espíritu santo la hubiera iluminado sanando su alma y el dolor, no, sencillamente pasó, algo en su corazón de viuda entendió que pasar al alivio de luto era lo correcto.

Mientras preparaba el café fue hasta su armario y comenzó a guardar, uno a uno, los vestidos negros que había heredado de sus tías y sus hermanas y dispuso sobre la cama, aún sin tender, los vestidos de alivio de luto que desde entonces vestiría, como una señal de transición entre el dolor y la ausencia, como si con ello levantara una bandera blanca exigiendo una tregua a su padecimiento.

Después de desayunar se preparó para tomar un baño; hizo su cama, recogió regueros, sacó la ropa sucia y, por primera vez en un año, se vistió con un traje color beige, zapatos negros, su infaltable broche con forma de mariposa, puesto delicadamente en el lado izquierdo del vestido, junto a su corazón. El camafeo, que le había regalado Ramón cuando cumplieron las bodas plata, en el que guardaba con devoción su foto, lo dejó en la mesa de noche junto al retrato de los dos.

Se peinó de pie frente al espejo de su cuarto, no sentada en la poltrona de su tocador como siempre lo había hecho, y se dejó llevar por las imágenes felices de los años que pasaron juntos, mecida por la cadencia de su mano llevando el peine de un lado a otro de su cabeza blanca, en un movimiento que repetía lentamente de izquierda a derecha.

Sintió que viajaba al pasado que alguna vez les perteneció, que recordaba las cosas que se dijeron y, por primera vez desde la muerte del abuelo, se percató de que la voz de Ramón comenzaba a debilitarse lentamente; ya no era potente y clara como al principio, se estaba convirtiendo, poco a poco, en un delicado susurro en su oído.  

Por un momento se arrepintió de haber tomado la decisión de pasar al alivio de luto. Se reprochó con fuerza, mientras deshacía el peinado, el estar de pie frente al espejo y no sentada, se sintió vanidosa, algo que ella creía extinto y lejano a su piel gastada por los años, y como no ocurría desde hace varios meses lloró. Se tomó la cara con sus dos manos, como si se avergonzara de llorar frente al espejo, frente a su soledad reflejada en el tocador donde él varias veces la observó, mientras ella se maquillaba o arreglaba el vestido, sin quitarle la mirada de su espalda.

Tardó varios minutos en reponerse y si no hubiera sido porque tocaron a la puerta, no habría dejado de sollozar. Se repuso en segundos, dejó el peine sobre el tocador y, cuando lo hacía, se miró más cerca al espejo para secarse las lágrimas que empozaban sus ojos.

Al llegar a la puerta, decidió primero quitar los candados de las ventanas para abrirlas y revisar quién era, para su desconcierto no había nadie afuera. Entonces quitó también la doble llave de la puerta y salió al antejardín para percatarse mejor. Se arrimó al muro de la verja y echó una mirada a la calle, que a esa hora de la mañana seguía vacía.


Volvió a la casa, cerró la puerta y dejó abiertas las ventanas. No quiso regresar al cuarto y se sentó en la sala, sola, aún con el susurro de la voz de Ramón extinguiéndose en su oído.  

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Frágil memoria

La abuela Inés murió el 16 de junio de 1.994, un mes antes de cumplir 87 años. El cáncer de esófago, al igual que a Ana Felix, su suegra, la fue devorando lentamente hasta dejarla en los huesos. Sin embargo, en el largo camino que tuvo que padecer por su enfermedad, Inés dio su poderosa batalla de amor por la vida para no dejarse morir, hasta que, finalmente, no hubo más remedio.

Las dificultades comenzaron cinco años después de que el tío Miguel murió, y cuatro, desde que el abuelo Ramón dejó de respirar la noche del 11 de noviembre de 1.986 en el Hospital Federico Lleras Acosta, por cuenta de una enfisema pulmonar.

Ambos, Inés y Ramón, se habían casado la mañana del jueves 16 de julio de 1.936 en la Catedral de Nuestra Señora del Carmen, en el Líbano, a las 5:30 de la mañana y, desde entonces, no se separaron nunca. Ni los malentendidos ni las enfermedades habían logrado abrir un abismo entre ellos, y por eso, la muerte de Ramón fue un mazazo en el alma que no tuvo cicatriz posible para la abuela.

Lo sé con precisión porque Ramón apuntó en el libro, no sólo la fecha y hora de la boda, sino, también, porque entre sus páginas encontré la tarjeta de invitación al matrimonio que él guardó, seguramente, como un recuerdo físico.

Tal vez una de sus máximas victorias, además de haber sobrevivido al horror de la violencia bipartidista, fue haber alcanzado a cumplir sus bodas de oro. Cincuenta años casados, inseparables, juntos hasta la muerte como juraron ante Dios esa mañana.

Cómo alcanzaron los abuelos esa marca. Cómo la rutina y el hastío no infectaron sus vidas sencillas y amables. ¿Resignación y paciencia? ¿Esa era acaso la fórmula de la vida en pareja cuándo se llega tan lejos en el tiempo o cuando no hay más a dónde ir?

Parecía obvio entonces que la ausencia de Ramón en la vida de la abuela, su desaparición física, el sonido de su voz, que con los años se fue apagando en su mente y hasta el significado de las palabras que él algún día le dijo, perdieran fuerza y, por efecto natural, comenzaran a abandonarla, como si con el tiempo el que se queda mudara de recuerdos, los perdiera para siempre en el olvido que sólo llega con la muerte.  

El primer síntoma que la abuela resistió fue el reflujo, al principio esporádico y con el tiempo más frecuente. La acidez era acompañada de agudos dolores en el pecho que, mermaban su ánimo y la obligaban a permanecer en casa, quieta, recostada en la cama o sentada en la mecedora de su cuarto, con la cabeza reclinada sobre el espaldar y la mirada apagada, perdida en las manchas que la humedad fue causando en el tejado de zinc, prisionera del dolor, ella que tanto gustó siempre de visitar a sus amigas.

Precisamente fue con Esmeralda, la primera amiga que tuvo al llegar a vivir al barrio, con quien asistió una mañana de febrero, de 1.990, a una misa de sanación promovida por el entonces párroco de la iglesia de la Santísima Trinidad, padre Ezequiel Vargas, el mismo que en 1.957 ofició la ceremonia de entronización del Sagrado Corazón de Jesús en la casa de la Veintinueve.   

Qué otra cosa podía hacer la abuela. Qué otro camino distinto al de la fe católica, en la que fue bautizada, finalmente podía escoger. Ese había sido su principio e iba a ser su final, la respuesta que encontraría al dolor, el único camino posible para ella. No importaba si no hallaba la cura a su enfermedad en esa imposición de manos, si no era bendecida con el milagro que la salvara del padecimiento y la tiranía de una enfermedad destructora y cruel, lo que importaba y, finalmente lo hallaría, sería un poco de alivio para su alma.

Tras conocer el resultado de los exámenes que se le practicaron en el Hospital de la Policía en Bogotá, donde se le dictaminó el cáncer y fue programada una semana después para la cirugía, con la promesa de extirparlo, la abuela se asustó tanto que huyó junto a mi madre, quien la había acompañado. Dejaron sin avisar el apartamento de Miriam Eugenia, amiga de mamá, quien había conseguido la cita y hablado con los especialistas para la intervención y regresaron a Ibagué en silencio.

Después vinieron los reproches pero no había nada que hacer. Cuando la abuela decía no, era inútil insistir para que cambiara de parecer. No valía intentar hacerle ver que la intervención podía ayudarla a comer mejor, a que no se ahogara más mientras masticaba los alimentos sólidos y no tuviera que dejar de comer por varias horas, a veces un día o dos, y solo alimentarse con líquidos. No hubo poder humano que hiciera sobre ella el milagro de entrar en razón.  

No había nada que perder, pensó la abuela, con ir a la misa de sanación de la hermana Helena, quien había hecho sus votos cincuenta y cinco años atrás con la orden de las monjas dominicas. El ritual católico, autorizado por la arquidiócesis de Ibagué, fue recomendado por sus amigas beatas, entre ellas Esmeralda, quien previo a la llegada de la hermana a Ibagué, fue anunciando su visita como si se tratara de una reliquia santa.

Inés y Esmeralda habían vivido en el Líbano, la abuela porque su padre había sido parte de los últimos aventureros de la colonización antioqueña que se asentaron en esas tierras en busca de oro y nuevas oportunidades, y el padre de Esmeralda porque trabajó para el comité departamental de cafeteros, como uno de sus primeros enviados al norte del Tolima, pocas semanas después de su fundación en 1929.
              
Esa mañana no le cabía un alma más a la pequeña parroquia. Hombres, mujeres, niños y ancianos, sobre todo ancianos, atraídos por la esperanza de recuperarse, ocuparon su lugar desde muy temprano en espera de ser bendecidos por el poder sanador de la hermana Helena. Hasta el más incrédulo guardaba la ilusión de borrar para siempre la enfermedad y el dolor que hacía miserables sus vidas.  

Después de la misa que ofreció el padre Vargas, donde la devoción de los feligreses podía sentirse en el aire, contagiando incluso a los menos piadosos, uno a uno los creyentes e indecisos fueron pasando a un pequeño oratorio que estaba al salir por la puerta lateral, a la derecha del altar mayor de la capilla.

La hermana Helena estaba acompañada por un séquito de jóvenes monjas que le servían como colaboradoras, organizando los turnos y dando algunas recomendaciones a los asistentes, a quienes se les entregaba una estampa de la Virgen Santa Marta para que hicieran en voz alta la oración que estaba al respaldo de la figura plastificada. Los enfermos iban acercándose a la hermana que, mientras caminaba hacia ellos, parecía auscultarlos con la mirada.

Luego, a un paso de distancia, la religiosa levantaba su mano derecha mientras invocaba el poder del Cristo redentor y misericordioso y con suavidad imponía sus dos manos en el lugar en el que el enfermo tenía el mal que lo agobiaba.

Nadie hasta ese momento de la ceremonia había dicho por qué estaba allí, cuál era el mal que lo aquejaba, razón por la cual sorprendía a todos el poder para ver de la hermana Helena, el don de discernir en que parte del cuerpo anidaba la enfermedad que los consumía.  

Con Inés fue igual. La religiosa no dudó un instante y puso sus manos sobre el cuello y el pecho de la abuela, quien pudo sentir el tibio calor sanador de Santa Marta; hermana de Lázaro y María, y amiga de Jesucristo, que le permitió extender por algunos años más su vida.

Desde entonces, y ante la evidente mejoría que comenzó a presentar la abuela, ella y Esmeralda, también a veces mi madre, asistían todos los martes a la misas de Santa Marta que el padre Vargas oficiaba en su capilla. Cada semana la abuela agradecía, con profunda devoción, el poder de la sanación, el milagro que le permitió seguir con una mejor calidad de vida sus últimos años.

En las noches, después de cenar y ver el noticiero de las siete, la abuela y mamá rezaban juntas en su dormitorio la novena a Santa Marta. Mi hermana y yo guardábamos silencio por respeto a ese momento sagrado y de agradecimiento. Entonces bajábamos el volumen de nuestras grabadoras para no electrizar el aire y el espíritu con los sonidos del rock and roll, que llegaban nuevos a nuestros oídos, pese a que la música y las letras hubiesen sido hechas dos o tres décadas atrás.

Fue difícil creerlo pero ocurrió. La abuela, que de repente en mitad de la almuerzo o de la cena se ahogaba, hasta perder la respiración, causándonos un gran susto y angustia, porque el cáncer había empezado a obstruir el paso de alimentos por su esófago, ahora podía comer sin problemas y hasta exagerar un poco en sus meriendas o en el algo que compartía con sus amigas en casa todas las tardes.

Hasta los médicos que volvieron a revisarla, pero esta vez en Ibagué, no salían del asombro al comparar las imágenes que le habían sido tomadas en Bogotá y las que recientemente se le habían ordenado. Sin embargo, uno de ellos, el doctor García, pese a admitir que la imagen no registraba ningún mal visible, aseguró que no había que confiarse y ordenó hacer un seguimiento cada seis meses.

Así, mi madre acompañó a mi abuela puntualmente y sin falta, tal y como había ordenado el oncólogo, a su revisión de rutina semestral. Fueron casi cuatro años en los que la imagen diagnostica no arrojó ningún rastro extraño que pudiera preocuparnos y robarle la tranquilidad y el milagro a la abuela.

Pero el día llegó. De alguna forma mi madre y yo lo intuíamos. La abuela comenzó, esporádicamente, a sentir el reflujo, ese fuego quemándola por dentro, la inapetencia que no era otra cosa que la dificultad para ingerir alimento y los dolores en el pecho que la obligaban a pasar más tiempo en cama.

La primera revisión del año 94 se tuvo que adelantar y la imagen de la resonancia magnética no mintió. Ahí estaban los rastros de la enfermedad, esos pequeños tumores que volvieron a aparecer y que en menos de seis meses acabaron con la vida de la abuela.

Ver cómo iba perdiendo peso y cómo la vida se le iba a pedacitos nos sumió a todos en una gran tristeza. Fue como si la felicidad, que va y viene, sin importar si otros sufren, si a otros les hace falta, no se nos fuera permitida, como si el acto simple de sonreír fuera una ofensa en contra de la abuela, o de mi madre, que no se separó de ella ni un solo instante.

De alguna forma, creo, todos nos resignamos a que la abuela pronto no estaría más con nosotros, algo egoísta si lo piensas bien, pero la vida es así con la muerte. Entonces la casa se fue llenado de una aire melancólico, y nuestro ánimo se llenó de pesadumbre.


El rock dejó de sonar, al menos a alto volumen y las carcajadas y las bromas desaparecieron por respeto a la agonía de la abuela, que en cierto modo fue también la nuestra, nosotros también moríamos un poco con ella, porque nuestra historia común pronto se convertiría en recuerdo, en imágenes inconexas, en frágil memoria.  

viernes, 1 de septiembre de 2017

Auristela, la niña grande

Auristela es alta. Tiene los ojos grandes y el cabello negro. Siempre usa esos vestidos largos y zapatos que parecen ortopédicos del mismo color de su pelo. Al menos así la recuerdo.

No sé cuántos años pasaron sin que ella visitara la casa. Yo tendría veinte o veintidós años. Alguna vez la saludé en el centro de Ibagué. Fue un encuentro fugaz, un corto saludo, más silencio de parte de ella y respeto por la mía que otra cosa.

Recuerdo a Auristela en una casa cercana a la nuestra en el barrio Las Brisas, donde nací. Su gran amistad con mi abuela Inés, esa cercanía casi familiar, intima, que le permitía, no sólo entrar y salir de la casa como si fuera suya, sino, también, participar de ciertas discusiones que en otras familias, con seguridad, tendrían un carácter privado.

Auristela era sobrina de Leonor de Barrientos, una amiga de la casa y quien en muchas oportunidades les tendió la mano a los abuelos ante las repetidas crisis económicas.

No era extraño entonces que Leonor apareciera por la casa con alimentos básicos como café, leche, pan y huevos, también dulces y cigarrillos. Entonces mamá procuraba ayudar con una pequeña parte de su sueldo como operadora en el conmutador del Hospital Federico Lleras Acosta. Eran tiempos difíciles, pero cuáles no los han sido. 

De Auristela también recuerdo su gran colección de muñecas, algo que siempre vi con miedo y desconcierto. Decenas de muñecas de porcelana, de plástico, tela, madera y de trapo bien dispuestas en las repisas de esa habitación, iluminada apenas por una bombilla colgada del techo. Al cuarto, que estaba en la parte de atrás de la casa, se llegaba después de pasar por la cocina y la sección donde se guardaba la ropa de cama y acumulaban muebles viejos. Auristela corría con sus dos manos la cortina que daba acceso a su pequeño museo, halaba la cuerda del benjamín y entonces sobre los rostros de sus muñecas caía esa luz lánguida que ayudaba a darles forma y volumen a las pequeñas mujercitas, que parecían despertar entre las sombras.

Pasaba la tarde entera limpiándolas, remendando sus vestidos, cambiándolas de lugar, o simplemente admirándolas, recordando cómo y quién le había regalado cada pieza. Sin duda las que más le gustaban eran esa pequeña colección de mesa en la que cuatro muñecas de porcelana tomaban el té, una buena replica de esas que albergaba el museo de la infancia de Edimburgo, según se enorgullecía mostrando en un viejo y descuadernado catálogo, y su Mariquita Pérez, la española, de la que guardaba una versión hecha en cartón piedra, como las originales que comenzaron a hacerse en 1938.

Fue extraño ver a Auristela, siendo ya entonces una mujer hecha y derecha, jugar a las muñecas. Era una niña grande en medio de sus pequeñas mujercitas de trapo, una reina madre con el corazón de una infanta. Qué impulsaba a Auristela a hacerlo. Qué poder ejercían sobre ella esas pequeñas mujercitas.

Ahora pienso que el hecho trágico de la muerte de su madre en el momento de dar a luz, plantó en ella una cicatriz imborrable, un dolor y una ausencia que sólo encontraban alivio jugando a ser mamá con sus muñecas de trapo.

El hecho obligó a que la niña Auristela fuera criada por sus tías, entre ellas Leonor, quien en honor a la verdad, y al recuerdo, sobre todo, fue quien puso más en su crianza. Eso aseguró que a la niña grande no le faltara nunca nada. Ni comida, ni estudio, ni vestido, ni muñecas.

Durante muchos años mi madre y ella no se hablaron, tal vez por malentendidos, surgidos casi siempre de esas pequeñas mezquindades familiares, que tenían el poder de romper relaciones y desangrar el corazón de los hermanos.

Fue extraño sentir su ausencia durante tanto tiempo, especialmente después de verla todos los domingos, a veces también los sábados, visitar a los abuelos y escuchar sus conversaciones a lo largo de dos o tres horas, en las que recordaban en coro a familiares lejanos y amigos, algunos ya muertos, como si a través de ese dialogo amoroso tuvieran la posibilidad de dar vida, así fuera por un instante, a sus historias personales.

Pero hace poco, recuerdo, mamá me dijo que se la había encontrado en el centro de Ibagué y que su encuentro, precedido de un corto y profundo silencio, fue al final emotivo, un abrazo con llanto que se extendió por algunos segundos, suficientes para curar las heridas y perdonarse. No podía ser para menos, pensé, se habían querido tanto, cómo si fueran dos buenas hermanas. 

Aquella tarde hablamos poco, casi nada diría. La visita era más para mi madre. Antes de salir de mi cuarto para saludarla, recordé mamá, que cuando me contaste que Auristela vendría a la casa te pregunté por los años que podría tener y tú hiciste una cuenta mental entorchando los ojos y me dijiste que como setenta y cuatro, me parecieron muchos y pensé en cómo la habrían cambiado los años.

Cuando salí del cuarto para saludarla, entré antes al baño y cuando abría la puerta pude ver desde el corredor su columna doblada, encorvada en la silla del comedor donde junto a su esposo y mi madre tomaban el algo. Su aspecto me impresionó tanto que me hizo pensar esa tarde en la vejez, no exactamente en el paso implacable del tiempo, si no en su poder para degenerar el cuerpo y la mente.

Yo solo podía verte y pensar, mientras trataba de ocultar mi asombro, que algún día habías sido la niña grande, la madre reina que jugaba a las muñecas cómo si fuera una infanta, y no esa mujer a la que los años le habían cobrado con creces el paso inexorable del tiempo, y que además, había decidido casarse a una edad en la que la muerte es más que una certidumbre.

Antes de tomar el taxi me dijo que siempre me había llevado en su corazón. Luego hizo una pequeña pausa y con lentitud, mientras me abrazaba, me dijo que me quería mucho.

Subió al taxi, después que su esposo, y con mucha dificultad tomó su pierna derecha con sus dos manos para doblarse y así caber en el asiento trasero de esa cajita amarilla. Cerró la puerta y partieron.


Y yo me quedé pensando que en verdad no sé nada de Auristela, ni su segundo nombre, si lo tiene, ni sus apellidos completos, no sé quiénes fueron sus padres, no sé cómo apareció en la vida de mis abuelos y de mi madre, qué hacía mientras no estaba en la casa y porque, después de tantos años, había regresado y yo no le había preguntado, en nuestro breve dialogo, por su pequeño museo de muñecas.