Al cabo de un año de vestir riguroso
luto por la muerte del abuelo, Inés comenzó a recibir las visitas de Marcial,
que de acuerdo al criterio de la familia, no revestían ningún peligro; porque
al parecer no pretendían nada distinto que compartir con la abuela un café, una
conversación que nunca fue más allá de las fronteras del estado del tiempo, lo
tupidos que estaban los arbustos en el patio, el dolor en esta o aquella mano y
saludar a los vecinos que desfilaban por el frente de la casa.
La mayoría de las veces, pasaban las
tardes en silencio sentados en el antejardín de la casa, tal y como lo hicieron
Ramón e Inés, todas las tardes de su vida juntos, mientras no lloviera. Salir a
tomar el fresco del atardecer y conversar con vecinos, era una costumbre en
tierra caliente con la que hombres y mujeres marcaban el final del día.
Marcial arrastraba su andar desde la
casa en la que vivía, dos cuadras abajo de la nuestra, apoyado en el perrero de
guayacán que llevaba siempre en su mano derecha, vestido de saco, camisa de
manga larga, pantalón de dril y zapatos de material, casi siempre de color
negro. Era como un espantapájaros moviéndose lentamente por los andenes del
barrio.
Nunca aprendió a leer ni a escribir y en
la cuadra se decía que la casa en la que vivía era de su propiedad y, pese a
ello, sus hijos y hermanos la arrendaban con la condición de que los nuevos
inquilinos respetaran que él ocupara un cuarto en la parte de atrás del patio.
Por supuesto del dinero de aquel arriendo Marcial nunca vio un centavo, ni
siquiera un billete de mil pesos para comprar cigarrillos, que yo compartía con
él, porque se le volvió costumbre, al verme parado en la verja todas las tardes,
subir desde su casa para fumarse uno conmigo y pedirme luego dos o tres puchos
más para pasar la noche.
No faltaba que algún vecino imprudente
hiciera bromas a la abuela cuando les veían a ella y a Marcial sentados en el
antejardín. Que satirizaran con lo bien que se veían juntos, a lo que la abuela
siempre contestó con una carcajada irónica, poniéndose la mano en el pecho y
diciendo ay mi Ramos, su peculiar
manera de llamar al abuelo en voz alta y recordarlo. Marcial ni se inmutaba.
Cuando las garzas regresaban a sus
nidos, dispuestos en las ramas altas de los árboles frondosos, sembrados en el
sector norte del cementerio San Bonifacio, la noche comenzaba a caer en el
barrio. Entonces Marcial le ayudaba a la abuela a entrar las sillas y la
pequeña mesa que les servía cada tarde para poner las tazas de café. Así moría
cada encuentro. Mientras la abuela encendía las luces de la sala y el comedor, Marcial
se retiraba con un adiós entre los dientes y con su mano levantada, como si se
despidiera o saludara, no se sabía, a alguien que pasaba a lo lejos. Cerraba la
puerta de entrada y ponía pasador al portón del antejardín y arrastraba de
nuevo su andar hasta su casa, a su pequeño cuarto, donde no tenía más que una
cama sencilla, un silla y, en una mesa de madera maltrecha, un pequeño
televisor a blanco y negro en el que veía siempre el noticiero de las siete y la
novela de moda.
La abuela juagaba las dos tazas y los
platos, calentaba un cuenco de leche y mientras lo hacía ponía el pasador y doble
llave a la puerta de entrada a la casa; candado a las ventanas de la sala,
cerraba la puerta del patio y se sentaba luego a la mesa, sola, a tomarse la
taza de leche caliente que le hacía más confortable el sueño.
Luego se levantaba de la mesa del
comedor de cuatro puestos, lavaba la taza donde se había tomado la leche y el
cuenco en el que la había calentado. Se secaba las manos con el limpión que
siempre colgó de la puerta de la nevera; cerraba la llave de la pipeta del gas,
apagaba las luces y se iba a tientas hasta el baño para asearse antes de ir a
la cama.
Cuando la abuela entraba en su cuarto y,
pasaba el pestillo a la puerta, instintivamente volvía a sentirse sola. El
vacío que había dejado en ella la muerte del abuelo, la obligó a creer que no podría
acostumbrarse a su ausencia, a su lado frío de la cama sin deshacer, a ver el
noticiero y la novela sola, merendar algo antes de las nueve de la noche sin la
complicidad del abuelo; al café de las mañanas sin él, al silencio, ahora convertido
en una triste afonía, que acompaña siempre a las parejas que envejecen juntas.
Entonces se repetía mentalmente que no
tenía sentido tratar de superarlo, si pronto se reuniría con él y que lo mejor
que podía hacer era reconocer su nueva condición de mujer sola, de viuda, de
mujer desamparada.
Después de apagar la televisión,
siguiendo el ritual que a lo largo de cincuenta años cumplió junto a Ramón,
encendía la radio que estuvo siempre en la mesa de noche del abuelo y se dormía
escuchando los programas musicales de la Voz del Nevado o de Ecos del Combeima.
En ese mismo radio, la noche del 19 de abril de 1970, escuché desde mi cuarto
que, el perdedor hasta entonces de las elecciones presidenciales, Misael
Pastrana Borrero, era el nuevo presidente del país, y pese a que el abuelo era
godo, no hubo júbilo por el amañado triunfo.
A despertar sola tampoco se acostumbró.
Lo hacía muy temprano, no por hábito, sino porque a medida que pasan los años
sobre tu cuerpo, las horas de sueño disminuyen y quedarse arrunchada calentando
cobijas, no estaba hecho para ella. Así que sentada en el borde de su cama se
ponía la levantadora, se calzaba sus pantuflas, pasaba sus dos manos por el
cabello para alisarlo y poniéndose de pie se disponía a vivir otro día más sin
Ramón.
Esa mañana, mientras cambiaba el agua y
la comida de los pájaros, y regaba los rosales en el patio, supo que era tiempo
de cambiar el luto. Que ya no era necesario seguir rigurosamente vestida de
negro, ya fuera para mantenerse en casa o para salir al antejardín. Y no fue
exactamente una revelación, ni que el espíritu santo la hubiera iluminado
sanando su alma y el dolor, no, sencillamente pasó, algo en su corazón de viuda
entendió que pasar al alivio de luto era lo correcto.
Mientras preparaba el café fue hasta su
armario y comenzó a guardar, uno a uno, los vestidos negros que había heredado
de sus tías y sus hermanas y dispuso sobre la cama, aún sin tender, los
vestidos de alivio de luto que desde entonces vestiría, como una señal de transición
entre el dolor y la ausencia, como si con ello levantara una bandera blanca
exigiendo una tregua a su padecimiento.
Después de desayunar se preparó para
tomar un baño; hizo su cama, recogió regueros, sacó la ropa sucia y, por
primera vez en un año, se vistió con un traje color beige, zapatos negros, su
infaltable broche con forma de mariposa, puesto delicadamente en el lado
izquierdo del vestido, junto a su corazón. El camafeo, que le había regalado
Ramón cuando cumplieron las bodas plata, en el que guardaba con devoción su foto,
lo dejó en la mesa de noche junto al retrato de los dos.
Se peinó de pie frente al espejo de su
cuarto, no sentada en la poltrona de su tocador como siempre lo había hecho, y
se dejó llevar por las imágenes felices de los años que pasaron juntos, mecida
por la cadencia de su mano llevando el peine de un lado a otro de su cabeza
blanca, en un movimiento que repetía lentamente de izquierda a derecha.
Sintió que viajaba al pasado que alguna
vez les perteneció, que recordaba las cosas que se dijeron y, por primera vez
desde la muerte del abuelo, se percató de que la voz de Ramón comenzaba a
debilitarse lentamente; ya no era potente y clara como al principio, se estaba
convirtiendo, poco a poco, en un delicado susurro en su oído.
Por un momento se arrepintió de haber
tomado la decisión de pasar al alivio de luto. Se reprochó con fuerza, mientras
deshacía el peinado, el estar de pie frente al espejo y no sentada, se sintió
vanidosa, algo que ella creía extinto y lejano a su piel gastada por los años,
y como no ocurría desde hace varios meses lloró. Se tomó la cara con sus dos
manos, como si se avergonzara de llorar frente al espejo, frente a su soledad
reflejada en el tocador donde él varias veces la observó, mientras ella se
maquillaba o arreglaba el vestido, sin quitarle la mirada de su espalda.
Tardó varios minutos en reponerse y si
no hubiera sido porque tocaron a la puerta, no habría dejado de sollozar. Se
repuso en segundos, dejó el peine sobre el tocador y, cuando lo hacía, se miró
más cerca al espejo para secarse las lágrimas que empozaban sus ojos.
Al llegar a la puerta, decidió primero quitar
los candados de las ventanas para abrirlas y revisar quién era, para su
desconcierto no había nadie afuera. Entonces quitó también la doble llave de la
puerta y salió al antejardín para percatarse mejor. Se arrimó al muro de la
verja y echó una mirada a la calle, que a esa hora de la mañana seguía vacía.
Volvió a la casa, cerró la puerta y dejó
abiertas las ventanas. No quiso regresar al cuarto y se sentó en la sala, sola,
aún con el susurro de la voz de Ramón extinguiéndose en su oído.