sábado, 28 de octubre de 2017

Una familia como todas

Bastaría con decir que ante la idea de abandonar la casa, por su inminente venta, la gente podría creer, especialmente los nostálgicos, que en sus paredes y rincones se quedarían para siempre parte de nuestras vidas, pero no fue así, porque la casa éramos nosotros, no importaba a dónde fuéramos.

Pese a ello, a lo largo de los tres meses que duraron los preparativos para dejarla, entre los que se contaba, por supuesto, la búsqueda de una nueva, no fue fácil ponernos de acuerdo, aunque al final encontraríamos la manera de hacerlo. No porque hubiésemos tendido puentes de entendimiento entre nosotros, sino, porque, el proceso nos unió inesperadamente.

Al principio, tal vez movidos por la rabia y la frustración, quisimos irnos lo más lejos posible del barrio, como si sembrando esa distancia lográramos dejar atrás y, para siempre, los recuerdos que nos unían con la gente que creció junto a nosotros y a la casa.

Sin embargo, hoy creo que, no haber tomado una decisión apresurada y pensar mejor las cosas, nos sirvió para reducir el radio de búsqueda y centrarnos en encontrar una casa que estuviera cerca de la que toda la vida fue nuestra, al fin y al cabo aquí pasamos más de la mitad de nuestra vida.  

Tal vez la idea de irnos vino primero cuando el barrio comenzó a cambiar y, la gente que había llegado a finales de los años cincuenta, como las tías Herminia y Mercedes, comenzó a morirse o a mudarse.

De alguna forma esas ausencias comenzaron a hacernos sentir más solos, nosotros que fuimos tan conservadores, tan poco abiertos a los cambios, nos afectó tener que relacionarnos con las familias que de a poco fueron repoblando el barrio. Muchos de ellos procedentes de lugares marginales que estaban en la periferia del nuestro, fundados contra viento y marea por hombres y mujeres, que huyendo de la violencia en los campos, quisieron asegurarse un sitio en la ciudad para salvar sus vidas y la de sus hijos.

Tal vez no nos gustaba su estilo de vida, la música popular a todo volumen, las fiestas hasta el amanecer, sus casas convertidas en cantinas detestables todos los domingos, los gritos para entenderse o comunicarse la lista de la compra en la tienda, el olor de sus cocinas y lo que en ellas se cocinaba, los niños semidesnudos y sucios deambulando por los andenes, la ropa extendida en sus ventanas y esa manera de mirarnos cuando nos los encontrábamos en la calle.

Pese a ello con algunos trabamos una relación formal, basada en la buena educación, buenos días vecino, buenas tardes, que tenga buena noche, y eso era todo, aunque muchos de ellos nos tildaban de arrogantes y orgullosos, qué se han creído estos que también van al baño, se oía decir.

No sentíamos asco, como escuchamos a uno de ellos comentar en la tienda una mañana, no, cómo iba a ser posible que sintiéramos asco por nuestros vecinos, por el prójimo, solo no nos importaba lo que hicieran de la puerta de sus casas para adentro, lo que nos molestaba era el ruido que producían y por eso tratábamos de tener el mínimo contacto con ellos, y sin embargo, si alguna vez hubieran necesitado algo, nosotros, por educación, habríamos acudido como la sangre a la herida.    

Es verdad que las cosas habían comenzado a cambiar, la seguridad no era la misma, los tiempos habían cambiado, ya no se podía dejar la puerta abierta ni salir con tranquilidad a tomar el fresco de la noche en el antejardín, ya era un riego, inclusive, salir a la tienda o llegar tarde en la noche o la madrugada.

Mi madre no dormía pensando en dónde estaríamos y a qué hora golpearíamos a la puerta, o llegarían malas noticias de nosotros, cosa que por fortuna nunca ocurrió. Nos encomendaba a los santos y a los ángeles para que nos protegieran de todo mal y, pese a que siempre tuvimos llave para entrar en casa, de nada servía porque la paranoia era tan asfixiante que a la puerta principal se le ponía pasador una vez cenábamos y levantábamos la mesa.

Los vecinos que se fueron a otros barrios, esos pocos que alcanzaron a subirse al tren de la movilidad social y ascender de estrato, cambiar el carro, sumar a sus ahorros en el banco, comprar una finca o una casa donde pasar las vacaciones, viajar una vez al año a la costa o al extranjero, poner a sus hijos en colegios privados, pedir comida a domicilio los sábados y domingos, pagar semanalmente la peluquería de las señoras, ahora más dignas y de mejor familia, olvidaron el camino al lugar donde nacieron. Y pensar que todos tendrán que volver porque a solo dos cuadras de aquí está la ciudad de los muertos.

Muchos de ellos ya ni te saludaban cuando te los encontrabas en el centro de Ibagué, preferían hacerse los locos, o los muertos, cambiar de acera, entrar a un almacén para escabullirse y cuando ya no tenían manera de evadirnos, saludaban levantando desganados una mano o la cabeza para decir hola y adiós.

El chisme, los comentarios mal intencionados, la gente nueva que fue llegando con sus malas costumbres y pésima educación, fueron, entre otros sucesos, factores que alimentaron nuestra decisión de marcharnos. Por estas razones nos sentimos amenazados, cercados por la insolencia, como si la tranquilidad que hizo que en otro tiempo echáramos raíces en ésta lugar se marchitara de un día para otro dejándonos expuestos y vulnerables.

En algún momento mi hermana y yo nos entusiasmamos con el cambio, como cuando éramos pequeños y la novedad de ocupar una nueva casa nos hacía sentir como verdaderos niños, pero ya estábamos bastante grandes para dejar salir con naturalidad la alegría de dejar el pasado atrás y enfrentarnos a lo desconocido, por eso tal vez, en nuestro interior, llegamos a desear que el negocio se deshiciera, que los nuevos dueños no llegaran con el dinero y su trasteo y nosotros tuviéramos que abandonar la casa.

Pero a medida que se acercaba la fecha todo se volvió más tenso. Empacar fue lo peor, había tantas cosas que embalar, cuadros, fotografías, mesas, camas, ropa, libros, copas, platos, ollas, sartenes, nevera, lavadora, baldes, sillas, plantas, en fin, la lista era larga pero nada distinta a la de cualquier trasteo.

Todo era extraño, a todos nos embargaba la sensación de perder algo y para siempre, creo que a ninguno de nosotros se nos llegó a pasar por la cabeza que algún día tendríamos que empacar nuestras cosas y largarnos, dejar todo atrás y comenzar de nuevo. El ser tan conservadores nos permitía establecer, donde estuviéramos, una especie de trinchera, de zona de confort, como si los lugares que ocupas te fueran dados para siempre, y tú, con el tiempo, te convirtieras en parte de ellos y no pudieras explicarte o imaginar vivir en otro lugar, como si fuera imposible empezar de cero a construir otra historia, y dejar ésta, la que hicieron Herminia y Mercedes desde que llegaron aquí en 1957, y continuaron mis abuelos Inés y Ramón hasta nuestros días.


Es que no sólo teníamos que hacernos a la idea que ya estas paredes y este techo no nos protegerían de nada, que el calor humano que alimentamos no nos abrazaría más ni nos haría sentirnos protegidos, en casa, esa palabra, apenas dos silabas, pero tan poderosa al mismo tiempo, comenzaba a perder su significado, a dónde llevaríamos ahora ese valor, su contenido familiar, su historia, sus secretos, si todo aquí era tan personal, tan de nosotros, no importaba cuantos años tuviera o a quién hubiera pertenecido, aquí fuimos una familia, como todas, o casi todas.        

lunes, 9 de octubre de 2017

De puertas para adentro

De la casa para afuera estaban los vecinos y el mundo conocido. De la puerta  para adentro estábamos nosotros. Nosotros y los olores particulares de la casa, el sonido de su respiración en las noches, el rumor de nuestras voces, la furia de nuestras discusiones y nuestra alegría traducida en alboroto, tan pocas veces.

Con el tiempo, y de acuerdo a la manera de vivir de quienes la habitamos, esta pequeña geografía llamada casa, llegó a constituirse en un singular universo, dotado de piel, de recuerdos, de sentidos tocados por la miseria y el esplendor de sus moradores.

Podría decir que nuestra casa, ese pequeño territorio con sus fronteras bien delineadas, hacia adentro y hacia afuera, llegó a ser un ente vivo, un organismo que, no sólo nos protegía de las inclemencias del clima y la inseguridad de las calles, si no, también, un lugar en el que podíamos resguardar nuestros secretos e intenciones más innobles y elevadas. 

Diría también que, de alguna manera, todos los vivos y los muertos de esta casa fuimos sus hijos, o al menos, una especie de apéndice de sus paredes hechas con bloques de cemento, pañetadas y pintadas tantas veces, de colores y formas tan distintas. Somos hijos de una casa con solar, tejado de zinc y pisos de cemento pulido, maquillado con mineral rojo.

Esta casa, hecha por el antiguo Instituto de Crédito Territorial, para empleados públicos, es desde su ocupación en mayo de 1957 una especie de territorio santo. Desde entonces ha sido un lugar habitado por mujeres beatas, creyentes en la segunda venida de Cristo, mansas seguidoras de los diez mandamientos escritos con fuego sobre la piedra. Las primeras, como Herminia, Mercedes y la abuela, educadas en los fundamentos del catecismo de la doctrina cristiana del padre Astete y, las segundas, como mi madre, en las sanas costumbres del Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño.

Yo he visto a esas mujeres abandonarse sin más medida que su fe al apostolado de dar a los otros lo que les hace falta, orar sin importar la hora y el cansancio físico, olvidando el peso de las adversidades naturales del mundo, como no tener que comer ni vestir, o dinero para pagar los impuestos y los servicios públicos.

Admiré en cada una de ellas esa forma de entrega y, también, su poder para mantener la casa a flote y no perderla en la deriva, porque ninguno de los hombres que habitaron esta casa, excepto mi padre y el abuelo, sabían algún pequeño oficio casero.

Mi padre, por ejemplo, podía arreglar las llaves de la alberca, el lavamanos o el lavaplatos, cambiando los empaques cuando estos se rompían. Y mi abuelo sabía arreglar las ollas de aluminio que se iban desgastando por el uso, poniendo en los pequeños orificios un poco del papel plateado que envolvía sus tabacos y, que al calentarlo, parecía convertirse en una amalgama resistente.

Recuerdo, por ejemplo, a las tías Herminia y Mercedes, y después a Ramón e Inés, luchando contra el comején que devoraba las vigas de madera que sostenían el techo de la casa. Armados con brochas y cepillos, que remojaban en petróleo, untaban los nidos que la plaga iba dejando en rincones de la sala, como las habitaciones, el baño y el rancho de paja del patio, donde se guardaban los trastos viejos.

La plaga, que amenazaba con tumbar la casa, recibía cada domingo, después de que todos asistían a misa, la dosis semanal del combustible fósil que dejaba ese fuerte y penetrante olor en toda la casa. Primero acabamos con él que él con nosotras, ya verás, le decía Mercedes a Herminia, esforzándose en el antepenúltimo pedestal de la escalera para alcanzar el nuevo nido que se estaba formado en un rincón del caballete de la casa, que pena, a la vista de las visitas.

La lucha duró toda mi adolescencia y parte de mi primera juventud, hasta que hubo presupuesto y las vigas de madera fueron reemplazadas por unas de aluminio que, aún hoy, siguen sosteniendo el viejo tejado de zinc. 

Otro olor que recuerdo, tal vez el que más, era el del tabaco que fumaba el abuelo. Lo hacía por las mañanas sentado en su mecedora, ubicada entre el comedor y el cuarto de atrás, mandado a construir por Herminia y Mercedes a principios de la década del setenta, para que cuando sus hermanos Luis y Federico visitaran Ibagué tuvieran un cuarto en el cual quedarse.

Por las tardes, a eso de las cuatro, después de hacer su siesta, el abuelo volvía a fumarse otro tabaco, 5y6, de marca nacional, o a veces uno importado cuando alguno de sus hijos, Miguel o Gregorio, se acordaban de él, en alguno de sus viajes a la costa atlántica o pacífica.

Precisamente fue Miguel quien le trajo de Providencia una pipa ya curada que compró a un marinero holandés. Desde entonces el abuelo siempre la usó después de la cena, mientras cumplía con esa extraña labor de apuntar en el libro, con su hermosa escritura de calígrafo, los nombres completos de los caídos, que ese día desfilaron hacia la ciudad de los muertos.  

A veces, sin razón alguna, el dulce olor de la picadura de su pipa puede volverse a sentir por la casa. En la que fue su habitación o en el baño de atrás, donde después de pensionarse de la Policía, guardó su silla de peluquero, hecha de madera, alta, de espaldar ancho y cómodo, que también sirvió para peluquear a sus nietos.

Allí, el abuelo también guardó sus betunes y cepillos, su caja metálica de galletas nacionales, que después de consumir, era utilizada para acumular tornillos, puntillas, pestillos y benjamines, entre otros artefactos. El pequeño cuarto de apenas dos por dos, albergó también sus herramientas básicas de labranza como pala, barretón, machete y azadón, que eran usados cada mes para arreglar el solar.

La casa, como todas las casas, creo, tienen también esos pequeños territorios que sus habitantes van haciendo suyos, lugares que van conquistando a fuerza de poseerlos materialmente, ya sea con ropa, cuadros, fotografías, papeles, medicamentos y, también, con las cosas que no se ven; como recuerdos y sentimentalidades por las personas y los objetos. 

Así, cada uno de nosotros fue ocupando un lugar en este espacio, centímetros para compartir con la soledad o el silencio, para pasar la tarde o la noche, para sabernos tristes y meditabundos, melancólicos que no es lo mismo. 

Los lugares comunes de la casa, como la sala, el comedor, el patio y la cocina, eran sitios en los que aprendimos a estar juntos, a compartir nuestros días, la rutina y la dura cara de las costumbres familiares, también el alboroto de las fiestas. Pero una vez las puertas de nuestros cuartos se cerraban, a la hora en la que la vida en familia se termina, cada uno de nosotros volvía a ser el mismo, apartándose de las convenciones sociales y morales de la casa; cada uno de nosotros era esa puerta que se cerraba y, solo hasta entonces, comenzábamos a ser los mismos, otra vez, hasta que amanecía.

Cada uno se hundía en la noche pensando en sus frustraciones. A Federico, como si cargara con una enfermedad, lo atormentó siempre el haber dejado metida a Teresa en el altar de la iglesia aquella mañana, Herminia y Mercedes, por su parte, pensaban en cómo el tiempo fue socavando sus días felices en Villahermosa, en la soledad voluntaria a la que se abandonaron, ellas, dos mujeres maduras que resistieron todas las tentaciones del cuerpo, que no conoció hombre alguno.

Los abuelos apenas se dejaban estar por la costumbre de vivir juntos. Para ellos lo inexorable del tiempo era una convención que habían aceptado sin protestar, como quien acepta morir de una enfermedad que no tiene cura ni paliativos. Así que, cada noche, cuando se metían en la cama para dormir, el abuelo encendía la radio que estaba en su mesa de noche para escuchar los últimos boletines de noticias del día y conciliar después el sueño, dejándose llevar por la melodía de dulces boleros y antiguos tangos, que a esa hora sonaban en la emisora La voz del nevado, hasta que alguno de los dos era vencido por el sueño, y el otro, no tenía más remedio que rendirse también.

Nosotros, en cambio, me refiero a mis padres y mi hermana, imagino que pensábamos en cosas distintas, no solo porque éramos diferentes, sino, porque nuestras preocupaciones lo eran por cuenta de nuestras edades, deseos y ambiciones en la vida. A Nohra y Ricardo, mis padres, por ejemplo, les quitaba el sueño las numerosas deudas, la promesa de una casa propia y un legado que dejar a sus hijos; esa responsabilidad impuesta que solo conocen los que han sido padres, por decisión o accidente, y que cuando no se alcanza termina siendo una pesada cruz que arrastras por la vida condenándote al fracaso.

Mi hermana y yo éramos apenas unos jovencitos confusos, que dejábamos nuestros trajes de niños para convertirnos en temidos adolescentes, que como todos, o casi todos, daríamos dolores de cabeza a la familia. No solo nuestros cuerpos cambiaban, también nuestras mentes, nuestros gustos por la música, la manera de vestir, la intimidad y el territorio que marcamos al tirar las puertas de nuestros cuartos para encerrarnos, la nueva manera de protestar las ordenes que nuestros padres nos daban; ese mundo que ellos habían construido con tanto esfuerzo y, que nosotros entonces, nos disponíamos a derrumbar para hacer con sus restos uno propio.

Todo en esta casa, que ahora se venderá, todo aquí entre estas cuatro paredes, en estos márgenes que contuvieron nuestra sentimentalidad y nuestra historia, está hecho con los olores del dulce de guayaba preparado por la abuela, la visita una vez al año de familiares extraños y queridos, la fragancia de pino de la colonia que el abuelo usaba después de la afeitada, los olores guardados en los cajones vacíos de la vieja máquina de coser, Singer Modelo Esfinge Sphinx, que la compañía norteamericana fabricó en el año 1912, el sonido metálico de la vieja nevera General Electric, que estuvo siempre junto al comedor y no en la cocina, la música que producía la lluvia al tocar el tejado de zinc, el reloj de péndulo colgado en una de las paredes de la sala y, del que a veces, en las noches de insomnio, podía escuchar como su segundero clavaba el tiempo en el aire estancado de la casa.

El recuerdo también está hecho por el olor del menticol y la pomada Vick VapoRub que los abuelos usaban cada noche antes de dormir, por el olor a pan recién hecho y a café recién colado por las mañanas, al mirto florecido del antejardín, al jabón de la tierra que mi padre usaba para bañarse los domingos.

Esta casa, el color de los muebles, las colchas de retazos para las camas, las carpetas de mesa, las delicadas porcelanas alemanas, bailarinas sin una mano, algunas con los pies rotos, la caja de los hilos y las agujas, el botiquín de primeros auxilios arriba del espejo principal en el baño, los álbumes familiares, esas viejas fotografías que nos contaban de dónde veníamos y a dónde habíamos llegado, las tijeras de podar los rosales del patio, los almanaques pegados detrás de la puerta de la cocina, con los días especiales marcados con tinta roja.

Ahora tendremos que desenterrar nuestros recuerdos, despegarnos de la materialidad que sembramos en sus paredes y los objetos, buscar un lugar provisional a donde llevarlos, abrigarlos, dotarlos una vez más de significado para que no sean memorias desvalidas, a las que les hace falta algo.

Llevaremos la casa a cuestas, no sus ladrillos, que cuando esté vacía se quedarán mudos otra vez bajo el papel de colgadura. Cargaremos sí con sus olores, con las imágenes que nos concedió la estancia en ella, con la alegría de los encuentros y la contrariedad de los que no fueron, con el recuerdo de los que están muertos y el eco de la vida que alimentamos con la fuerza de las costumbres.

Ellos, los nuevos, serán los extraños, los invasores, no importa que hayan pagado por ella, no importa que ahora sonrían y saluden con venias a sus nuevos vecinos, que pueblen este territorio con sus muebles viejos y su pasado lleno de derrotas y aciertos. Trazar las nuevas fronteras de la casa les llevará tiempo, hacer suyo espiritualmente lo que han pagado con dinero será una tarea difícil, casi imposible, como a nosotros nos costará abandonarnos voluntariamente al destierro.

jueves, 14 de septiembre de 2017

Alivio de luto

Al cabo de un año de vestir riguroso luto por la muerte del abuelo, Inés comenzó a recibir las visitas de Marcial, que de acuerdo al criterio de la familia, no revestían ningún peligro; porque al parecer no pretendían nada distinto que compartir con la abuela un café, una conversación que nunca fue más allá de las fronteras del estado del tiempo, lo tupidos que estaban los arbustos en el patio, el dolor en esta o aquella mano y saludar a los vecinos que desfilaban por el frente de la casa.

La mayoría de las veces, pasaban las tardes en silencio sentados en el antejardín de la casa, tal y como lo hicieron Ramón e Inés, todas las tardes de su vida juntos, mientras no lloviera. Salir a tomar el fresco del atardecer y conversar con vecinos, era una costumbre en tierra caliente con la que hombres y mujeres marcaban el final del día.

Marcial arrastraba su andar desde la casa en la que vivía, dos cuadras abajo de la nuestra, apoyado en el perrero de guayacán que llevaba siempre en su mano derecha, vestido de saco, camisa de manga larga, pantalón de dril y zapatos de material, casi siempre de color negro. Era como un espantapájaros moviéndose lentamente por los andenes del barrio.

Nunca aprendió a leer ni a escribir y en la cuadra se decía que la casa en la que vivía era de su propiedad y, pese a ello, sus hijos y hermanos la arrendaban con la condición de que los nuevos inquilinos respetaran que él ocupara un cuarto en la parte de atrás del patio. Por supuesto del dinero de aquel arriendo Marcial nunca vio un centavo, ni siquiera un billete de mil pesos para comprar cigarrillos, que yo compartía con él, porque se le volvió costumbre, al verme parado en la verja todas las tardes, subir desde su casa para fumarse uno conmigo y pedirme luego dos o tres puchos más para pasar la noche.  

No faltaba que algún vecino imprudente hiciera bromas a la abuela cuando les veían a ella y a Marcial sentados en el antejardín. Que satirizaran con lo bien que se veían juntos, a lo que la abuela siempre contestó con una carcajada irónica, poniéndose la mano en el pecho y diciendo ay mi Ramos, su peculiar manera de llamar al abuelo en voz alta y recordarlo. Marcial ni se inmutaba.

Cuando las garzas regresaban a sus nidos, dispuestos en las ramas altas de los árboles frondosos, sembrados en el sector norte del cementerio San Bonifacio, la noche comenzaba a caer en el barrio. Entonces Marcial le ayudaba a la abuela a entrar las sillas y la pequeña mesa que les servía cada tarde para poner las tazas de café. Así moría cada encuentro. Mientras la abuela encendía las luces de la sala y el comedor, Marcial se retiraba con un adiós entre los dientes y con su mano levantada, como si se despidiera o saludara, no se sabía, a alguien que pasaba a lo lejos. Cerraba la puerta de entrada y ponía pasador al portón del antejardín y arrastraba de nuevo su andar hasta su casa, a su pequeño cuarto, donde no tenía más que una cama sencilla, un silla y, en una mesa de madera maltrecha, un pequeño televisor a blanco y negro en el que veía siempre el noticiero de las siete y la novela de moda.

La abuela juagaba las dos tazas y los platos, calentaba un cuenco de leche y mientras lo hacía ponía el pasador y doble llave a la puerta de entrada a la casa; candado a las ventanas de la sala, cerraba la puerta del patio y se sentaba luego a la mesa, sola, a tomarse la taza de leche caliente que le hacía más confortable el sueño.

Luego se levantaba de la mesa del comedor de cuatro puestos, lavaba la taza donde se había tomado la leche y el cuenco en el que la había calentado. Se secaba las manos con el limpión que siempre colgó de la puerta de la nevera; cerraba la llave de la pipeta del gas, apagaba las luces y se iba a tientas hasta el baño para asearse antes de ir a la cama.

Cuando la abuela entraba en su cuarto y, pasaba el pestillo a la puerta, instintivamente volvía a sentirse sola. El vacío que había dejado en ella la muerte del abuelo, la obligó a creer que no podría acostumbrarse a su ausencia, a su lado frío de la cama sin deshacer, a ver el noticiero y la novela sola, merendar algo antes de las nueve de la noche sin la complicidad del abuelo; al café de las mañanas sin él, al silencio, ahora convertido en una triste afonía, que acompaña siempre a las parejas que envejecen juntas.

Entonces se repetía mentalmente que no tenía sentido tratar de superarlo, si pronto se reuniría con él y que lo mejor que podía hacer era reconocer su nueva condición de mujer sola, de viuda, de mujer desamparada.

Después de apagar la televisión, siguiendo el ritual que a lo largo de cincuenta años cumplió junto a Ramón, encendía la radio que estuvo siempre en la mesa de noche del abuelo y se dormía escuchando los programas musicales de la Voz del Nevado o de Ecos del Combeima. En ese mismo radio, la noche del 19 de abril de 1970, escuché desde mi cuarto que, el perdedor hasta entonces de las elecciones presidenciales, Misael Pastrana Borrero, era el nuevo presidente del país, y pese a que el abuelo era godo, no hubo júbilo por el amañado triunfo.

A despertar sola tampoco se acostumbró. Lo hacía muy temprano, no por hábito, sino porque a medida que pasan los años sobre tu cuerpo, las horas de sueño disminuyen y quedarse arrunchada calentando cobijas, no estaba hecho para ella. Así que sentada en el borde de su cama se ponía la levantadora, se calzaba sus pantuflas, pasaba sus dos manos por el cabello para alisarlo y poniéndose de pie se disponía a vivir otro día más sin Ramón.

Esa mañana, mientras cambiaba el agua y la comida de los pájaros, y regaba los rosales en el patio, supo que era tiempo de cambiar el luto. Que ya no era necesario seguir rigurosamente vestida de negro, ya fuera para mantenerse en casa o para salir al antejardín. Y no fue exactamente una revelación, ni que el espíritu santo la hubiera iluminado sanando su alma y el dolor, no, sencillamente pasó, algo en su corazón de viuda entendió que pasar al alivio de luto era lo correcto.

Mientras preparaba el café fue hasta su armario y comenzó a guardar, uno a uno, los vestidos negros que había heredado de sus tías y sus hermanas y dispuso sobre la cama, aún sin tender, los vestidos de alivio de luto que desde entonces vestiría, como una señal de transición entre el dolor y la ausencia, como si con ello levantara una bandera blanca exigiendo una tregua a su padecimiento.

Después de desayunar se preparó para tomar un baño; hizo su cama, recogió regueros, sacó la ropa sucia y, por primera vez en un año, se vistió con un traje color beige, zapatos negros, su infaltable broche con forma de mariposa, puesto delicadamente en el lado izquierdo del vestido, junto a su corazón. El camafeo, que le había regalado Ramón cuando cumplieron las bodas plata, en el que guardaba con devoción su foto, lo dejó en la mesa de noche junto al retrato de los dos.

Se peinó de pie frente al espejo de su cuarto, no sentada en la poltrona de su tocador como siempre lo había hecho, y se dejó llevar por las imágenes felices de los años que pasaron juntos, mecida por la cadencia de su mano llevando el peine de un lado a otro de su cabeza blanca, en un movimiento que repetía lentamente de izquierda a derecha.

Sintió que viajaba al pasado que alguna vez les perteneció, que recordaba las cosas que se dijeron y, por primera vez desde la muerte del abuelo, se percató de que la voz de Ramón comenzaba a debilitarse lentamente; ya no era potente y clara como al principio, se estaba convirtiendo, poco a poco, en un delicado susurro en su oído.  

Por un momento se arrepintió de haber tomado la decisión de pasar al alivio de luto. Se reprochó con fuerza, mientras deshacía el peinado, el estar de pie frente al espejo y no sentada, se sintió vanidosa, algo que ella creía extinto y lejano a su piel gastada por los años, y como no ocurría desde hace varios meses lloró. Se tomó la cara con sus dos manos, como si se avergonzara de llorar frente al espejo, frente a su soledad reflejada en el tocador donde él varias veces la observó, mientras ella se maquillaba o arreglaba el vestido, sin quitarle la mirada de su espalda.

Tardó varios minutos en reponerse y si no hubiera sido porque tocaron a la puerta, no habría dejado de sollozar. Se repuso en segundos, dejó el peine sobre el tocador y, cuando lo hacía, se miró más cerca al espejo para secarse las lágrimas que empozaban sus ojos.

Al llegar a la puerta, decidió primero quitar los candados de las ventanas para abrirlas y revisar quién era, para su desconcierto no había nadie afuera. Entonces quitó también la doble llave de la puerta y salió al antejardín para percatarse mejor. Se arrimó al muro de la verja y echó una mirada a la calle, que a esa hora de la mañana seguía vacía.


Volvió a la casa, cerró la puerta y dejó abiertas las ventanas. No quiso regresar al cuarto y se sentó en la sala, sola, aún con el susurro de la voz de Ramón extinguiéndose en su oído.  

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Frágil memoria

La abuela Inés murió el 16 de junio de 1.994, un mes antes de cumplir 87 años. El cáncer de esófago, al igual que a Ana Felix, su suegra, la fue devorando lentamente hasta dejarla en los huesos. Sin embargo, en el largo camino que tuvo que padecer por su enfermedad, Inés dio su poderosa batalla de amor por la vida para no dejarse morir, hasta que, finalmente, no hubo más remedio.

Las dificultades comenzaron cinco años después de que el tío Miguel murió, y cuatro, desde que el abuelo Ramón dejó de respirar la noche del 11 de noviembre de 1.986 en el Hospital Federico Lleras Acosta, por cuenta de una enfisema pulmonar.

Ambos, Inés y Ramón, se habían casado la mañana del jueves 16 de julio de 1.936 en la Catedral de Nuestra Señora del Carmen, en el Líbano, a las 5:30 de la mañana y, desde entonces, no se separaron nunca. Ni los malentendidos ni las enfermedades habían logrado abrir un abismo entre ellos, y por eso, la muerte de Ramón fue un mazazo en el alma que no tuvo cicatriz posible para la abuela.

Lo sé con precisión porque Ramón apuntó en el libro, no sólo la fecha y hora de la boda, sino, también, porque entre sus páginas encontré la tarjeta de invitación al matrimonio que él guardó, seguramente, como un recuerdo físico.

Tal vez una de sus máximas victorias, además de haber sobrevivido al horror de la violencia bipartidista, fue haber alcanzado a cumplir sus bodas de oro. Cincuenta años casados, inseparables, juntos hasta la muerte como juraron ante Dios esa mañana.

Cómo alcanzaron los abuelos esa marca. Cómo la rutina y el hastío no infectaron sus vidas sencillas y amables. ¿Resignación y paciencia? ¿Esa era acaso la fórmula de la vida en pareja cuándo se llega tan lejos en el tiempo o cuando no hay más a dónde ir?

Parecía obvio entonces que la ausencia de Ramón en la vida de la abuela, su desaparición física, el sonido de su voz, que con los años se fue apagando en su mente y hasta el significado de las palabras que él algún día le dijo, perdieran fuerza y, por efecto natural, comenzaran a abandonarla, como si con el tiempo el que se queda mudara de recuerdos, los perdiera para siempre en el olvido que sólo llega con la muerte.  

El primer síntoma que la abuela resistió fue el reflujo, al principio esporádico y con el tiempo más frecuente. La acidez era acompañada de agudos dolores en el pecho que, mermaban su ánimo y la obligaban a permanecer en casa, quieta, recostada en la cama o sentada en la mecedora de su cuarto, con la cabeza reclinada sobre el espaldar y la mirada apagada, perdida en las manchas que la humedad fue causando en el tejado de zinc, prisionera del dolor, ella que tanto gustó siempre de visitar a sus amigas.

Precisamente fue con Esmeralda, la primera amiga que tuvo al llegar a vivir al barrio, con quien asistió una mañana de febrero, de 1.990, a una misa de sanación promovida por el entonces párroco de la iglesia de la Santísima Trinidad, padre Ezequiel Vargas, el mismo que en 1.957 ofició la ceremonia de entronización del Sagrado Corazón de Jesús en la casa de la Veintinueve.   

Qué otra cosa podía hacer la abuela. Qué otro camino distinto al de la fe católica, en la que fue bautizada, finalmente podía escoger. Ese había sido su principio e iba a ser su final, la respuesta que encontraría al dolor, el único camino posible para ella. No importaba si no hallaba la cura a su enfermedad en esa imposición de manos, si no era bendecida con el milagro que la salvara del padecimiento y la tiranía de una enfermedad destructora y cruel, lo que importaba y, finalmente lo hallaría, sería un poco de alivio para su alma.

Tras conocer el resultado de los exámenes que se le practicaron en el Hospital de la Policía en Bogotá, donde se le dictaminó el cáncer y fue programada una semana después para la cirugía, con la promesa de extirparlo, la abuela se asustó tanto que huyó junto a mi madre, quien la había acompañado. Dejaron sin avisar el apartamento de Miriam Eugenia, amiga de mamá, quien había conseguido la cita y hablado con los especialistas para la intervención y regresaron a Ibagué en silencio.

Después vinieron los reproches pero no había nada que hacer. Cuando la abuela decía no, era inútil insistir para que cambiara de parecer. No valía intentar hacerle ver que la intervención podía ayudarla a comer mejor, a que no se ahogara más mientras masticaba los alimentos sólidos y no tuviera que dejar de comer por varias horas, a veces un día o dos, y solo alimentarse con líquidos. No hubo poder humano que hiciera sobre ella el milagro de entrar en razón.  

No había nada que perder, pensó la abuela, con ir a la misa de sanación de la hermana Helena, quien había hecho sus votos cincuenta y cinco años atrás con la orden de las monjas dominicas. El ritual católico, autorizado por la arquidiócesis de Ibagué, fue recomendado por sus amigas beatas, entre ellas Esmeralda, quien previo a la llegada de la hermana a Ibagué, fue anunciando su visita como si se tratara de una reliquia santa.

Inés y Esmeralda habían vivido en el Líbano, la abuela porque su padre había sido parte de los últimos aventureros de la colonización antioqueña que se asentaron en esas tierras en busca de oro y nuevas oportunidades, y el padre de Esmeralda porque trabajó para el comité departamental de cafeteros, como uno de sus primeros enviados al norte del Tolima, pocas semanas después de su fundación en 1929.
              
Esa mañana no le cabía un alma más a la pequeña parroquia. Hombres, mujeres, niños y ancianos, sobre todo ancianos, atraídos por la esperanza de recuperarse, ocuparon su lugar desde muy temprano en espera de ser bendecidos por el poder sanador de la hermana Helena. Hasta el más incrédulo guardaba la ilusión de borrar para siempre la enfermedad y el dolor que hacía miserables sus vidas.  

Después de la misa que ofreció el padre Vargas, donde la devoción de los feligreses podía sentirse en el aire, contagiando incluso a los menos piadosos, uno a uno los creyentes e indecisos fueron pasando a un pequeño oratorio que estaba al salir por la puerta lateral, a la derecha del altar mayor de la capilla.

La hermana Helena estaba acompañada por un séquito de jóvenes monjas que le servían como colaboradoras, organizando los turnos y dando algunas recomendaciones a los asistentes, a quienes se les entregaba una estampa de la Virgen Santa Marta para que hicieran en voz alta la oración que estaba al respaldo de la figura plastificada. Los enfermos iban acercándose a la hermana que, mientras caminaba hacia ellos, parecía auscultarlos con la mirada.

Luego, a un paso de distancia, la religiosa levantaba su mano derecha mientras invocaba el poder del Cristo redentor y misericordioso y con suavidad imponía sus dos manos en el lugar en el que el enfermo tenía el mal que lo agobiaba.

Nadie hasta ese momento de la ceremonia había dicho por qué estaba allí, cuál era el mal que lo aquejaba, razón por la cual sorprendía a todos el poder para ver de la hermana Helena, el don de discernir en que parte del cuerpo anidaba la enfermedad que los consumía.  

Con Inés fue igual. La religiosa no dudó un instante y puso sus manos sobre el cuello y el pecho de la abuela, quien pudo sentir el tibio calor sanador de Santa Marta; hermana de Lázaro y María, y amiga de Jesucristo, que le permitió extender por algunos años más su vida.

Desde entonces, y ante la evidente mejoría que comenzó a presentar la abuela, ella y Esmeralda, también a veces mi madre, asistían todos los martes a la misas de Santa Marta que el padre Vargas oficiaba en su capilla. Cada semana la abuela agradecía, con profunda devoción, el poder de la sanación, el milagro que le permitió seguir con una mejor calidad de vida sus últimos años.

En las noches, después de cenar y ver el noticiero de las siete, la abuela y mamá rezaban juntas en su dormitorio la novena a Santa Marta. Mi hermana y yo guardábamos silencio por respeto a ese momento sagrado y de agradecimiento. Entonces bajábamos el volumen de nuestras grabadoras para no electrizar el aire y el espíritu con los sonidos del rock and roll, que llegaban nuevos a nuestros oídos, pese a que la música y las letras hubiesen sido hechas dos o tres décadas atrás.

Fue difícil creerlo pero ocurrió. La abuela, que de repente en mitad de la almuerzo o de la cena se ahogaba, hasta perder la respiración, causándonos un gran susto y angustia, porque el cáncer había empezado a obstruir el paso de alimentos por su esófago, ahora podía comer sin problemas y hasta exagerar un poco en sus meriendas o en el algo que compartía con sus amigas en casa todas las tardes.

Hasta los médicos que volvieron a revisarla, pero esta vez en Ibagué, no salían del asombro al comparar las imágenes que le habían sido tomadas en Bogotá y las que recientemente se le habían ordenado. Sin embargo, uno de ellos, el doctor García, pese a admitir que la imagen no registraba ningún mal visible, aseguró que no había que confiarse y ordenó hacer un seguimiento cada seis meses.

Así, mi madre acompañó a mi abuela puntualmente y sin falta, tal y como había ordenado el oncólogo, a su revisión de rutina semestral. Fueron casi cuatro años en los que la imagen diagnostica no arrojó ningún rastro extraño que pudiera preocuparnos y robarle la tranquilidad y el milagro a la abuela.

Pero el día llegó. De alguna forma mi madre y yo lo intuíamos. La abuela comenzó, esporádicamente, a sentir el reflujo, ese fuego quemándola por dentro, la inapetencia que no era otra cosa que la dificultad para ingerir alimento y los dolores en el pecho que la obligaban a pasar más tiempo en cama.

La primera revisión del año 94 se tuvo que adelantar y la imagen de la resonancia magnética no mintió. Ahí estaban los rastros de la enfermedad, esos pequeños tumores que volvieron a aparecer y que en menos de seis meses acabaron con la vida de la abuela.

Ver cómo iba perdiendo peso y cómo la vida se le iba a pedacitos nos sumió a todos en una gran tristeza. Fue como si la felicidad, que va y viene, sin importar si otros sufren, si a otros les hace falta, no se nos fuera permitida, como si el acto simple de sonreír fuera una ofensa en contra de la abuela, o de mi madre, que no se separó de ella ni un solo instante.

De alguna forma, creo, todos nos resignamos a que la abuela pronto no estaría más con nosotros, algo egoísta si lo piensas bien, pero la vida es así con la muerte. Entonces la casa se fue llenado de una aire melancólico, y nuestro ánimo se llenó de pesadumbre.


El rock dejó de sonar, al menos a alto volumen y las carcajadas y las bromas desaparecieron por respeto a la agonía de la abuela, que en cierto modo fue también la nuestra, nosotros también moríamos un poco con ella, porque nuestra historia común pronto se convertiría en recuerdo, en imágenes inconexas, en frágil memoria.  

viernes, 1 de septiembre de 2017

Auristela, la niña grande

Auristela es alta. Tiene los ojos grandes y el cabello negro. Siempre usa esos vestidos largos y zapatos que parecen ortopédicos del mismo color de su pelo. Al menos así la recuerdo.

No sé cuántos años pasaron sin que ella visitara la casa. Yo tendría veinte o veintidós años. Alguna vez la saludé en el centro de Ibagué. Fue un encuentro fugaz, un corto saludo, más silencio de parte de ella y respeto por la mía que otra cosa.

Recuerdo a Auristela en una casa cercana a la nuestra en el barrio Las Brisas, donde nací. Su gran amistad con mi abuela Inés, esa cercanía casi familiar, intima, que le permitía, no sólo entrar y salir de la casa como si fuera suya, sino, también, participar de ciertas discusiones que en otras familias, con seguridad, tendrían un carácter privado.

Auristela era sobrina de Leonor de Barrientos, una amiga de la casa y quien en muchas oportunidades les tendió la mano a los abuelos ante las repetidas crisis económicas.

No era extraño entonces que Leonor apareciera por la casa con alimentos básicos como café, leche, pan y huevos, también dulces y cigarrillos. Entonces mamá procuraba ayudar con una pequeña parte de su sueldo como operadora en el conmutador del Hospital Federico Lleras Acosta. Eran tiempos difíciles, pero cuáles no los han sido. 

De Auristela también recuerdo su gran colección de muñecas, algo que siempre vi con miedo y desconcierto. Decenas de muñecas de porcelana, de plástico, tela, madera y de trapo bien dispuestas en las repisas de esa habitación, iluminada apenas por una bombilla colgada del techo. Al cuarto, que estaba en la parte de atrás de la casa, se llegaba después de pasar por la cocina y la sección donde se guardaba la ropa de cama y acumulaban muebles viejos. Auristela corría con sus dos manos la cortina que daba acceso a su pequeño museo, halaba la cuerda del benjamín y entonces sobre los rostros de sus muñecas caía esa luz lánguida que ayudaba a darles forma y volumen a las pequeñas mujercitas, que parecían despertar entre las sombras.

Pasaba la tarde entera limpiándolas, remendando sus vestidos, cambiándolas de lugar, o simplemente admirándolas, recordando cómo y quién le había regalado cada pieza. Sin duda las que más le gustaban eran esa pequeña colección de mesa en la que cuatro muñecas de porcelana tomaban el té, una buena replica de esas que albergaba el museo de la infancia de Edimburgo, según se enorgullecía mostrando en un viejo y descuadernado catálogo, y su Mariquita Pérez, la española, de la que guardaba una versión hecha en cartón piedra, como las originales que comenzaron a hacerse en 1938.

Fue extraño ver a Auristela, siendo ya entonces una mujer hecha y derecha, jugar a las muñecas. Era una niña grande en medio de sus pequeñas mujercitas de trapo, una reina madre con el corazón de una infanta. Qué impulsaba a Auristela a hacerlo. Qué poder ejercían sobre ella esas pequeñas mujercitas.

Ahora pienso que el hecho trágico de la muerte de su madre en el momento de dar a luz, plantó en ella una cicatriz imborrable, un dolor y una ausencia que sólo encontraban alivio jugando a ser mamá con sus muñecas de trapo.

El hecho obligó a que la niña Auristela fuera criada por sus tías, entre ellas Leonor, quien en honor a la verdad, y al recuerdo, sobre todo, fue quien puso más en su crianza. Eso aseguró que a la niña grande no le faltara nunca nada. Ni comida, ni estudio, ni vestido, ni muñecas.

Durante muchos años mi madre y ella no se hablaron, tal vez por malentendidos, surgidos casi siempre de esas pequeñas mezquindades familiares, que tenían el poder de romper relaciones y desangrar el corazón de los hermanos.

Fue extraño sentir su ausencia durante tanto tiempo, especialmente después de verla todos los domingos, a veces también los sábados, visitar a los abuelos y escuchar sus conversaciones a lo largo de dos o tres horas, en las que recordaban en coro a familiares lejanos y amigos, algunos ya muertos, como si a través de ese dialogo amoroso tuvieran la posibilidad de dar vida, así fuera por un instante, a sus historias personales.

Pero hace poco, recuerdo, mamá me dijo que se la había encontrado en el centro de Ibagué y que su encuentro, precedido de un corto y profundo silencio, fue al final emotivo, un abrazo con llanto que se extendió por algunos segundos, suficientes para curar las heridas y perdonarse. No podía ser para menos, pensé, se habían querido tanto, cómo si fueran dos buenas hermanas. 

Aquella tarde hablamos poco, casi nada diría. La visita era más para mi madre. Antes de salir de mi cuarto para saludarla, recordé mamá, que cuando me contaste que Auristela vendría a la casa te pregunté por los años que podría tener y tú hiciste una cuenta mental entorchando los ojos y me dijiste que como setenta y cuatro, me parecieron muchos y pensé en cómo la habrían cambiado los años.

Cuando salí del cuarto para saludarla, entré antes al baño y cuando abría la puerta pude ver desde el corredor su columna doblada, encorvada en la silla del comedor donde junto a su esposo y mi madre tomaban el algo. Su aspecto me impresionó tanto que me hizo pensar esa tarde en la vejez, no exactamente en el paso implacable del tiempo, si no en su poder para degenerar el cuerpo y la mente.

Yo solo podía verte y pensar, mientras trataba de ocultar mi asombro, que algún día habías sido la niña grande, la madre reina que jugaba a las muñecas cómo si fuera una infanta, y no esa mujer a la que los años le habían cobrado con creces el paso inexorable del tiempo, y que además, había decidido casarse a una edad en la que la muerte es más que una certidumbre.

Antes de tomar el taxi me dijo que siempre me había llevado en su corazón. Luego hizo una pequeña pausa y con lentitud, mientras me abrazaba, me dijo que me quería mucho.

Subió al taxi, después que su esposo, y con mucha dificultad tomó su pierna derecha con sus dos manos para doblarse y así caber en el asiento trasero de esa cajita amarilla. Cerró la puerta y partieron.


Y yo me quedé pensando que en verdad no sé nada de Auristela, ni su segundo nombre, si lo tiene, ni sus apellidos completos, no sé quiénes fueron sus padres, no sé cómo apareció en la vida de mis abuelos y de mi madre, qué hacía mientras no estaba en la casa y porque, después de tantos años, había regresado y yo no le había preguntado, en nuestro breve dialogo, por su pequeño museo de muñecas.

miércoles, 30 de agosto de 2017

El fuego de la memoria también quema

“Almas señor, dame almas, lo demás no importa…”
San Antonio María Claret (1807-1870)

Alguien más, antes, había escrito estas palabras. Y sobre esas palabras, sobre esas acciones convertidas ahora en signos y recuerdos, otros habían hecho lo mismo, una especie de reescritura familiar, un legado que debía, por alguna razón, perpetuarse.

No creo que ninguno de ellos sintiera, yo no lo siento, tener a cargo una tarea mesiánica y que con ello salváramos a alguien. Tal vez esas palabras sobre palabras buscaban arar su propio camino, trazar sobre el papel un puñado de experiencias vitales, cómo si su verbo no hubiese sido lo suficientemente fuerte para escarbar en la tierra y sembrar la semilla de la memoria y, que adelante, alguien, recogiera sus frutos en rama como si fueran recuerdos.

Miguel y Gregorio, hijos de Inés y Ramón, lo intentaron. Cada uno, en circunstancias distintas, encontró la manera de llegar al corazón de los hechos. Ambos habían conocido de primera mano las historias de la migración de sus padres y abuelos, los obstáculos que encontraron al bajar de la montaña y llegar sin nada entre las manos a una Ibagué fracturada política y socialmente, como hoy, porque nada o casi nada ha cambiado desde 1950.

Cada uno, a veces de manera consciente, otras sólo empujados por la curiosidad de llenar los vacíos que tienen las historias familiares, sobre todo ese capítulo dedicado a las vergüenzas sociales, hechos inconfesables que cargamos todas las familias, sin excepción, indagaba a Inés y Ramón con preguntas básicas de fechas de nacimientos, matrimonios, infidelidades, problemas físicos, de salud, y la inefable muerte.

Así, de a poco, cada uno fue construyendo sus propias referencias familiares, sus dudas y cavilaciones. Mientras que estuvieron en casa, antes de que se casaran y fundaran lejos de Ibagué sus propias familias, era fácil cada tarde después de la siesta, sentarse con Ramón o con Inés, que era la que más hablaba porque recordaba con cierta precisión algunos datos que Ramón había comenzado a olvidar.

Entonces comenzaba el carrusel de preguntas y con cada respuesta los tíos Miguel y Gregorio iban tejiendo sus conjeturas, intentando llenar ese vacío causado por la vergüenza social, el hambre, la pobreza y las enfermedades. Tonterías y taras de la educación del siglo diecinueve.

Si bien es cierto, por ejemplo, que la mañana del domingo 10 de mayo de 1936 Federico había dejado esperando en el altar de la Catedral de Nuestra Señora del Carmen, del Líbano Tolima, a Teresa Delgado, su prometida, porque tarde había descubierto que su corazón no le pertenecía a las mujeres sino a los hombres, especialmente a Rodrigo, a nadie le importó con los años que la familia fuera entonces señalada por el pueblo de malos hábitos, de prácticas desvergonzadas, que algunas beatas relacionaban con el mismo demonio.

Al final esa y otras historias harían parte de un amplio anecdotario que cada uno fue haciendo suyo, como si fuera una pequeña enciclopedia de hechos familiares; enciclopedia sin fotos, sólo pedazos de historias que nos decían algo, sólo si eran narradas, contadas en familia o con amigos, porque de otra forma estarían muertas como ellos.

Cuando se casaron, primero Gregorio en Ibagué, y después Miguel en Tuluá, y cada uno levantó su rancho aparte, como era natural, sólo en las visitas esporádicas a Ibagué, y en medio del entusiasmo alcohólico, cada uno sacaba su repertorio de anécdotas familiares, algunas veces corregidas en fechas y otras minucias, no menos importantes, por la abuela Inés o por Ramón.

Entonces los hechos eran contados una vez más, diferente cada vez, nunca igual porque la memoria y el recuerdo nunca son iguales, están vivos, se modifican, se transforman según el corazón de los hombres o las mujeres que los narran. 

El fuego de la memoria era avivado una vez más, alguien, en medio de rancheras y boleros, y copas de ginebra estrellándose para brindar, retomaba el hilo de la historia, no sólo para hablar de algo, no, la intención siempre fue recordar a nuestros ancestros, reír con sus metidas de pata, aplaudir sus pequeños aciertos, glorificar sus escasas hazañas.

Esa alegría se extinguía en la madrugada cuando el alcohol y las diferencias taladraban el corazón de la familia y las humillaciones y las ofensas aparecían para marcar el fin de la noche.

Una vez más los visitantes harían sus maletas, a veces al instante en que todo explotaba, o a primera hora de la mañana si los ruegos de Inés y Ramón surtían efecto para aplacar los ánimos. Algo dividía el corazón de los hermanos. Qué cosas no habían logrado conciliar en el pasado, por qué caían tan bajo. Desfigurados se escupían en la verja de la casa, o en la calle, intimidades familiares para aplastarse, la razón de ser y estar ya no era el fuego, había que humillar y reducir al otro al silencio, devastarlo.


Algunas de las heridas tardarían en sanar, para otras no había cicatriz posible. Y así, con nuevos odios y mezquindades el fuego seguiría ardiendo, no digo que el amor no se sintiera, que los gestos de cariño y solidaridad no fueran parte de nosotros que nos queríamos tanto, tal vez al amor también le pertenecía la maleza que muchas veces ensombreció las reuniones familiares y las vacaciones de los que entonces éramos apenas unos niños.   

viernes, 25 de agosto de 2017

Cuidar a los enfermos

Ordenabas las horas entre ir a la iglesia del Espíritu Santo, que estaba muy cerca de la casa y visitar a los enfermos. Creo que eso no sólo sabías cómo hacerlo, ya que habías cuidado años atrás a las tías Herminia y Mercedes hasta la muerte, cómo también lo hiciste con Inés y Ramón, tus padres, sino que encontrabas en ello una extraña disposición, un mandato interior, algo parecido a la virtud y la caridad.

A veces, también, ibas al convento de las hermanas de la Caridad del Buen Pastor, en Las Brisas, el barrio de tu infancia, ubicado a sólo una cuadra de donde viviste con Ramón e Inés, y donde años más tarde, cuando decidiste abandonar tus poderes para ver en el pasado el futuro de la gente, comenzarías a trabajar en el apostolado que pretendía sacar a las prostitutas de la calle y darles una oportunidad de trabajo digno.

Cuidar a los enfermos. Vaya apostolado. Eso de despojarte de tu tiempo y entregarlo todo con devoción y en silencio, eso de olvidarte de tus vanidades y entregarte al servicio de los otros y padecer con ellos sus enfermedades, su dolor y su lento desvanecer.  

La primera vez que mamá cuidó de alguien, que intentó sanarlo, fue a mí. Entonces yo tenía seis o siete años, y con café detuvo la hemorragia de uno de los dedos de mi mano izquierda. Luego de algunos minutos la lavaste y ya menos enojada, me hiciste recomendaciones sobre los peligros en los que incurría si seguía trepando a los árboles como un mono.

La segunda vez fue al abuelo. El herpes Zóster, o la culebrilla, apareció de la noche a la mañana alrededor de su cintura amenazando con darle la vuelta y completar el círculo fatal. No nos permitías, a mi hermana y a mí, entrar a su cuarto a ver lo que hacías para frenar la erupción. Sin embargo, como todos los niños, creo, encontramos la forma de enterarnos.

Primero limpiabas con agua hervida alrededor de esa llaga larga, y luego la llaga misma. Después, con una crema que tú y la abuela prepararon con las indicaciones de alguna vecina, aplicabas con delicadeza el menjurje que el abuelo sentía como un gran alivio, como si las manos y la crema fueran un abrazo milagroso que espantaba la molestia y el dolor.

El miedo a que las puntas de la culebrilla se encontraran y el abuelo pudiera morir, según se decía, fue una vez más un momento de incomprensión acerca de la muerte. Algo extraño que aun hoy divide mi alma.

Las curaciones que hiciste al abuelo surtieron efecto dos meses después deteniendo la culebrilla y la muerte. No recuerdo cuántas veces más te vimos haciendo las veces de médico, sanando y protegiendo a los tuyos y a los ajenos, pero sí recuerdo cómo cuidaste a la abuela Inés, cómo padeciste con ella el dolor del cáncer que poco a poco la fue dejando en los huesos y sin la posibilidad de comer nada sólido, alimentada nada más que por esa sonda, la última línea de vida que tuvo.

La aseabas con devoción en su habitación ante la dificultad que implicaba desplazarla hasta el único baño de la casa. Ingresabas al cuarto, el mismo que ahora ocupas tú y el mismo que ocupó entonces Mercedes y antes Ana Felix, con el agua tibia, las cremas y los aceites para limpiar las escaras de su cuerpo, que en los últimos meses de vida, si eso era la vida, no pudo levantarse.

Imagino que la devoción son tus manos y que las palabras de amor con las que le hablabas, casi que al oído, hacían parte de la preparación para la muerte, un déjate ir mamá, no sufras más, allá hay un lugar para ti, no te preocupes por nosotros que sabremos llevar el dolor de tu ausencia, deja ya esa cruz que nosotros llevaremos con piedad para que tu descanses.

El día que la abuela murió habíamos pasado, con la ayuda de mi hermana y de don Gabriel, nuestro vecino evangélico, a la abuela en un colchón para el cuarto donde ahora está mi estudio. Ese día no te alejaste ni un instante de ella, ni tú ni mi hermana, las dos estuvieron allí orando, cuidando sus últimos momentos sobre esta tierra, acompañando sus miradas al vacío y su último aliento en esta casa.

Yo no pude. No era que no quisiera, no, no podía soportar, nunca pude, ver a alguien que amo sufrir un dolor físico o espiritual, me causaba una reacción de impotencia, incluso podía quemarme la ira y la violencia y romperlo todo. Solo pasaba y te miraba pero ya no estabas aquí, tus ojos ya no tenían esa mirada de bondad y de ternura conmigo, ya no estabas en ese cuerpo que tanto dolor había soportado.

Y sin embargo esa noche me fui buscando a los amigos y las cervezas bajo la mirada acusadora de mi madre y de mi hermana, que me reprochaban el dejarlas solas justo cuando la abuela agonizaba. Por algo tuve que entrar en la habitación, algo que ya no recuerdo, y ante la estrechez del cuarto y la de mi corazón, tuve que pasar por encima de ella, que para mí estupor, arrojó una última mirada sobre mi cuerpo, mi cuerpo y mi alma de 23 años joven y miserable, fue una mirada llena y vacía al mismo tiempo, dura, fría, estaba pasando por encima del cadáver de mi abuela.