Bastaría con decir que ante la idea de
abandonar la casa, por su inminente venta, la gente podría creer, especialmente
los nostálgicos, que en sus paredes y rincones se quedarían para siempre parte
de nuestras vidas, pero no fue así, porque la casa éramos nosotros, no
importaba a dónde fuéramos.
Pese a ello, a lo largo de los tres
meses que duraron los preparativos para dejarla, entre los que se contaba, por
supuesto, la búsqueda de una nueva, no fue fácil ponernos de acuerdo, aunque al
final encontraríamos la manera de hacerlo. No porque hubiésemos tendido puentes
de entendimiento entre nosotros, sino, porque, el proceso nos unió
inesperadamente.
Al principio, tal vez movidos por la
rabia y la frustración, quisimos irnos lo más lejos posible del barrio, como si
sembrando esa distancia lográramos dejar atrás y, para siempre, los recuerdos
que nos unían con la gente que creció junto a nosotros y a la casa.
Sin embargo, hoy creo que, no haber
tomado una decisión apresurada y pensar mejor las cosas, nos sirvió para
reducir el radio de búsqueda y centrarnos en encontrar una casa que estuviera
cerca de la que toda la vida fue nuestra, al fin y al cabo aquí pasamos más de
la mitad de nuestra vida.
Tal vez la idea de irnos vino primero cuando
el barrio comenzó a cambiar y, la gente que había llegado a finales de los años
cincuenta, como las tías Herminia y Mercedes, comenzó a morirse o a mudarse.
De alguna forma esas ausencias
comenzaron a hacernos sentir más solos, nosotros que fuimos tan conservadores,
tan poco abiertos a los cambios, nos afectó tener que relacionarnos con las
familias que de a poco fueron repoblando el barrio. Muchos de ellos procedentes
de lugares marginales que estaban en la periferia del nuestro, fundados contra
viento y marea por hombres y mujeres, que huyendo de la violencia en los campos,
quisieron asegurarse un sitio en la ciudad para salvar sus vidas y la de sus
hijos.
Tal vez no nos gustaba su estilo de
vida, la música popular a todo volumen, las fiestas hasta el amanecer, sus
casas convertidas en cantinas detestables todos los domingos, los gritos para
entenderse o comunicarse la lista de la compra en la tienda, el olor de sus
cocinas y lo que en ellas se cocinaba, los niños semidesnudos y sucios
deambulando por los andenes, la ropa extendida en sus ventanas y esa manera de
mirarnos cuando nos los encontrábamos en la calle.
Pese a ello con algunos trabamos una
relación formal, basada en la buena educación, buenos días vecino, buenas tardes, que tenga buena noche, y eso era
todo, aunque muchos de ellos nos tildaban de arrogantes y orgullosos, qué se han creído estos que también van al
baño, se oía decir.
No sentíamos asco, como escuchamos a uno
de ellos comentar en la tienda una mañana, no, cómo iba a ser posible que
sintiéramos asco por nuestros vecinos, por el prójimo, solo no nos importaba lo
que hicieran de la puerta de sus casas para adentro, lo que nos molestaba era el
ruido que producían y por eso tratábamos de tener el mínimo contacto con ellos,
y sin embargo, si alguna vez hubieran necesitado algo, nosotros, por educación,
habríamos acudido como la sangre a la herida.
Es verdad que las cosas habían comenzado
a cambiar, la seguridad no era la misma, los tiempos habían cambiado, ya no se
podía dejar la puerta abierta ni salir con tranquilidad a tomar el fresco de la
noche en el antejardín, ya era un riego, inclusive, salir a la tienda o llegar
tarde en la noche o la madrugada.
Mi madre no dormía pensando en dónde
estaríamos y a qué hora golpearíamos a la puerta, o llegarían malas noticias de
nosotros, cosa que por fortuna nunca ocurrió. Nos encomendaba a los santos y a
los ángeles para que nos protegieran de todo mal y, pese a que siempre tuvimos llave
para entrar en casa, de nada servía porque la paranoia era tan asfixiante que a
la puerta principal se le ponía pasador una vez cenábamos y levantábamos la
mesa.
Los vecinos que se fueron a otros
barrios, esos pocos que alcanzaron a subirse al tren de la movilidad social y ascender
de estrato, cambiar el carro, sumar a sus ahorros en el banco, comprar una
finca o una casa donde pasar las vacaciones, viajar una vez al año a la costa o
al extranjero, poner a sus hijos en colegios privados, pedir comida a domicilio
los sábados y domingos, pagar semanalmente la peluquería de las señoras, ahora
más dignas y de mejor familia, olvidaron el camino al lugar donde nacieron. Y
pensar que todos tendrán que volver porque a solo dos cuadras de aquí está la
ciudad de los muertos.
Muchos de ellos ya ni te saludaban
cuando te los encontrabas en el centro de Ibagué, preferían hacerse los locos,
o los muertos, cambiar de acera, entrar a un almacén para escabullirse y cuando
ya no tenían manera de evadirnos, saludaban levantando desganados una mano o la
cabeza para decir hola y adiós.
El chisme, los comentarios mal
intencionados, la gente nueva que fue llegando con sus malas costumbres y
pésima educación, fueron, entre otros sucesos, factores que alimentaron nuestra
decisión de marcharnos. Por estas razones nos sentimos amenazados, cercados por
la insolencia, como si la tranquilidad que hizo que en otro tiempo echáramos
raíces en ésta lugar se marchitara de un día para otro dejándonos expuestos y
vulnerables.
En algún momento mi hermana y yo nos entusiasmamos
con el cambio, como cuando éramos pequeños y la novedad de ocupar una nueva
casa nos hacía sentir como verdaderos niños, pero ya estábamos bastante grandes
para dejar salir con naturalidad la alegría de dejar el pasado atrás y
enfrentarnos a lo desconocido, por eso tal vez, en nuestro interior, llegamos a
desear que el negocio se deshiciera, que los nuevos dueños no llegaran con el
dinero y su trasteo y nosotros tuviéramos que abandonar la casa.
Pero a medida que se acercaba la fecha
todo se volvió más tenso. Empacar fue lo peor, había tantas cosas que embalar,
cuadros, fotografías, mesas, camas, ropa, libros, copas, platos, ollas,
sartenes, nevera, lavadora, baldes, sillas, plantas, en fin, la lista era larga
pero nada distinta a la de cualquier trasteo.
Todo era extraño, a todos nos embargaba
la sensación de perder algo y para siempre, creo que a ninguno de nosotros se
nos llegó a pasar por la cabeza que algún día tendríamos que empacar nuestras
cosas y largarnos, dejar todo atrás y comenzar de nuevo. El ser tan
conservadores nos permitía establecer, donde estuviéramos, una especie de
trinchera, de zona de confort, como si los lugares que ocupas te fueran dados
para siempre, y tú, con el tiempo, te convirtieras en parte de ellos y no
pudieras explicarte o imaginar vivir en otro lugar, como si fuera imposible
empezar de cero a construir otra historia, y dejar ésta, la que hicieron
Herminia y Mercedes desde que llegaron aquí en 1957, y continuaron mis abuelos
Inés y Ramón hasta nuestros días.
Es que no sólo teníamos que hacernos a
la idea que ya estas paredes y este techo no nos protegerían de nada, que el
calor humano que alimentamos no nos abrazaría más ni nos haría sentirnos
protegidos, en casa, esa palabra, apenas dos silabas, pero tan poderosa al
mismo tiempo, comenzaba a perder su significado, a dónde llevaríamos ahora ese
valor, su contenido familiar, su historia, sus secretos, si todo aquí era tan
personal, tan de nosotros, no importaba cuantos años tuviera o a quién hubiera
pertenecido, aquí fuimos una familia, como todas, o casi todas.