La abuela Inés murió el 16 de junio de 1.994,
un mes antes de cumplir 87 años. El cáncer de esófago, al igual que a Ana
Felix, su suegra, la fue devorando lentamente hasta dejarla en los huesos. Sin
embargo, en el largo camino que tuvo que padecer por su enfermedad, Inés dio su
poderosa batalla de amor por la vida para no dejarse morir, hasta que, finalmente,
no hubo más remedio.
Las dificultades comenzaron cinco años
después de que el tío Miguel murió, y cuatro, desde que el abuelo Ramón dejó de
respirar la noche del 11 de noviembre de 1.986 en el Hospital Federico Lleras
Acosta, por cuenta de una enfisema pulmonar.
Ambos, Inés y Ramón, se habían casado la
mañana del jueves 16 de julio de 1.936 en la Catedral de Nuestra Señora del
Carmen, en el Líbano, a las 5:30 de la mañana y, desde entonces, no se separaron
nunca. Ni los malentendidos ni las enfermedades habían logrado abrir un abismo
entre ellos, y por eso, la muerte de Ramón fue un mazazo en el alma que no tuvo
cicatriz posible para la abuela.
Lo sé con precisión porque Ramón apuntó
en el libro, no sólo la fecha y hora de la boda, sino, también, porque entre
sus páginas encontré la tarjeta de invitación al matrimonio que él guardó,
seguramente, como un recuerdo físico.
Tal vez una de sus máximas victorias,
además de haber sobrevivido al horror de la violencia bipartidista, fue haber
alcanzado a cumplir sus bodas de oro. Cincuenta años casados, inseparables, juntos
hasta la muerte como juraron ante Dios esa mañana.
Cómo alcanzaron los abuelos esa marca.
Cómo la rutina y el hastío no infectaron sus vidas sencillas y amables.
¿Resignación y paciencia? ¿Esa era acaso la fórmula de la vida en pareja cuándo
se llega tan lejos en el tiempo o cuando no hay más a dónde ir?
Parecía obvio entonces que la ausencia
de Ramón en la vida de la abuela, su desaparición física, el sonido de su voz,
que con los años se fue apagando en su mente y hasta el significado de las
palabras que él algún día le dijo, perdieran fuerza y, por efecto natural,
comenzaran a abandonarla, como si con el tiempo el que se queda mudara de
recuerdos, los perdiera para siempre en el olvido que sólo llega con la muerte.
El primer síntoma que la abuela resistió
fue el reflujo, al principio esporádico y con el tiempo más frecuente. La
acidez era acompañada de agudos dolores en el pecho que, mermaban su ánimo y la
obligaban a permanecer en casa, quieta, recostada en la cama o sentada en la
mecedora de su cuarto, con la cabeza reclinada sobre el espaldar y la mirada
apagada, perdida en las manchas que la humedad fue causando en el tejado de
zinc, prisionera del dolor, ella que tanto gustó siempre de visitar a sus
amigas.
Precisamente fue con Esmeralda, la
primera amiga que tuvo al llegar a vivir al barrio, con quien asistió una
mañana de febrero, de 1.990, a una misa de sanación promovida por el entonces
párroco de la iglesia de la Santísima Trinidad, padre Ezequiel Vargas, el mismo
que en 1.957 ofició la ceremonia de entronización del Sagrado Corazón de Jesús
en la casa de la Veintinueve.
Qué otra cosa podía hacer la abuela. Qué
otro camino distinto al de la fe católica, en la que fue bautizada, finalmente
podía escoger. Ese había sido su principio e iba a ser su final, la respuesta que
encontraría al dolor, el único camino posible para ella. No importaba si no hallaba
la cura a su enfermedad en esa imposición de manos, si no era bendecida con el
milagro que la salvara del padecimiento y la tiranía de una enfermedad destructora
y cruel, lo que importaba y, finalmente lo hallaría, sería un poco de alivio
para su alma.
Tras conocer el resultado de los exámenes
que se le practicaron en el Hospital de la Policía en Bogotá, donde se le
dictaminó el cáncer y fue programada una semana después para la cirugía, con la
promesa de extirparlo, la abuela se asustó tanto que huyó junto a mi madre,
quien la había acompañado. Dejaron sin avisar el apartamento de Miriam Eugenia,
amiga de mamá, quien había conseguido la cita y hablado con los especialistas
para la intervención y regresaron a Ibagué en silencio.
Después vinieron los reproches pero no
había nada que hacer. Cuando la abuela decía no, era inútil insistir para que
cambiara de parecer. No valía intentar hacerle ver que la intervención podía
ayudarla a comer mejor, a que no se ahogara más mientras masticaba los
alimentos sólidos y no tuviera que dejar de comer por varias horas, a veces un
día o dos, y solo alimentarse con líquidos. No hubo poder humano que hiciera
sobre ella el milagro de entrar en razón.
No había nada que perder, pensó la
abuela, con ir a la misa de sanación de la hermana Helena, quien había hecho
sus votos cincuenta y cinco años atrás con la orden de las monjas dominicas. El
ritual católico, autorizado por la arquidiócesis de Ibagué, fue recomendado por
sus amigas beatas, entre ellas Esmeralda, quien previo a la llegada de la
hermana a Ibagué, fue anunciando su visita como si se tratara de una reliquia santa.
Inés y Esmeralda habían vivido en el
Líbano, la abuela porque su padre había sido parte de los últimos aventureros
de la colonización antioqueña que se asentaron en esas tierras en busca de oro
y nuevas oportunidades, y el padre de Esmeralda porque trabajó para el comité departamental
de cafeteros, como uno de sus primeros enviados al norte del Tolima, pocas
semanas después de su fundación en 1929.
Esa mañana no le cabía un alma más a la
pequeña parroquia. Hombres, mujeres, niños y ancianos, sobre todo ancianos, atraídos
por la esperanza de recuperarse, ocuparon su lugar desde muy temprano en espera
de ser bendecidos por el poder sanador de la hermana Helena. Hasta el más incrédulo
guardaba la ilusión de borrar para siempre la enfermedad y el dolor que hacía miserables
sus vidas.
Después de la misa que ofreció el padre
Vargas, donde la devoción de los feligreses podía sentirse en el aire, contagiando
incluso a los menos piadosos, uno a uno los creyentes e indecisos fueron
pasando a un pequeño oratorio que estaba al salir por la puerta lateral, a la
derecha del altar mayor de la capilla.
La hermana Helena estaba acompañada por
un séquito de jóvenes monjas que le servían como colaboradoras, organizando los
turnos y dando algunas recomendaciones a los asistentes, a quienes se les
entregaba una estampa de la Virgen Santa Marta para que hicieran en voz alta la
oración que estaba al respaldo de la figura plastificada. Los enfermos iban
acercándose a la hermana que, mientras caminaba hacia ellos, parecía
auscultarlos con la mirada.
Luego, a un paso de distancia, la
religiosa levantaba su mano derecha mientras invocaba el poder del Cristo redentor
y misericordioso y con suavidad imponía sus dos manos en el lugar en el que el enfermo
tenía el mal que lo agobiaba.
Nadie hasta ese momento de la ceremonia
había dicho por qué estaba allí, cuál era el mal que lo aquejaba, razón por la
cual sorprendía a todos el poder para ver de la hermana Helena, el don de discernir
en que parte del cuerpo anidaba la enfermedad que los consumía.
Con Inés fue igual. La religiosa no dudó
un instante y puso sus manos sobre el cuello y el pecho de la abuela, quien
pudo sentir el tibio calor sanador de Santa Marta; hermana de Lázaro y María, y
amiga de Jesucristo, que le permitió extender por algunos años más su vida.
Desde entonces, y ante la evidente
mejoría que comenzó a presentar la abuela, ella y Esmeralda, también a veces mi
madre, asistían todos los martes a la misas de Santa Marta que el padre Vargas
oficiaba en su capilla. Cada semana la abuela agradecía, con profunda devoción,
el poder de la sanación, el milagro que le permitió seguir con una mejor
calidad de vida sus últimos años.
En las noches, después de cenar y ver el
noticiero de las siete, la abuela y mamá rezaban juntas en su dormitorio la
novena a Santa Marta. Mi hermana y yo guardábamos silencio por respeto a ese
momento sagrado y de agradecimiento. Entonces bajábamos el volumen de nuestras
grabadoras para no electrizar el aire y el espíritu con los sonidos del rock
and roll, que llegaban nuevos a nuestros oídos, pese a que la música y las
letras hubiesen sido hechas dos o tres décadas atrás.
Fue difícil creerlo pero ocurrió. La
abuela, que de repente en mitad de la almuerzo o de la cena se ahogaba, hasta
perder la respiración, causándonos un gran susto y angustia, porque el cáncer
había empezado a obstruir el paso de alimentos por su esófago, ahora podía
comer sin problemas y hasta exagerar un poco en sus meriendas o en el algo que
compartía con sus amigas en casa todas las tardes.
Hasta los médicos que volvieron a
revisarla, pero esta vez en Ibagué, no salían del asombro al comparar las imágenes
que le habían sido tomadas en Bogotá y las que recientemente se le habían
ordenado. Sin embargo, uno de ellos, el doctor García, pese a admitir que la imagen
no registraba ningún mal visible, aseguró que no había que confiarse y ordenó
hacer un seguimiento cada seis meses.
Así, mi madre acompañó a mi abuela
puntualmente y sin falta, tal y como había ordenado el oncólogo, a su revisión de
rutina semestral. Fueron casi cuatro años en los que la imagen diagnostica no
arrojó ningún rastro extraño que pudiera preocuparnos y robarle la tranquilidad
y el milagro a la abuela.
Pero el día llegó. De alguna forma mi
madre y yo lo intuíamos. La abuela comenzó, esporádicamente, a sentir el
reflujo, ese fuego quemándola por dentro, la inapetencia que no era otra cosa
que la dificultad para ingerir alimento y los dolores en el pecho que la
obligaban a pasar más tiempo en cama.
La primera revisión del año 94 se tuvo
que adelantar y la imagen de la resonancia magnética no mintió. Ahí estaban los
rastros de la enfermedad, esos pequeños tumores que volvieron a aparecer y que
en menos de seis meses acabaron con la vida de la abuela.
Ver cómo iba perdiendo peso y cómo la
vida se le iba a pedacitos nos sumió a todos en una gran tristeza. Fue como si
la felicidad, que va y viene, sin importar si otros sufren, si a otros les hace
falta, no se nos fuera permitida, como si el acto simple de sonreír fuera una
ofensa en contra de la abuela, o de mi madre, que no se separó de ella ni un
solo instante.
De alguna forma, creo, todos nos resignamos
a que la abuela pronto no estaría más con nosotros, algo egoísta si lo piensas
bien, pero la vida es así con la muerte. Entonces la casa se fue llenado de una
aire melancólico, y nuestro ánimo se llenó de pesadumbre.
El rock dejó de sonar, al menos a alto
volumen y las carcajadas y las bromas desaparecieron por respeto a la agonía de
la abuela, que en cierto modo fue también la nuestra, nosotros también moríamos
un poco con ella, porque nuestra historia común pronto se convertiría en
recuerdo, en imágenes inconexas, en frágil memoria.
La abuela Inés, Seria y amable, rígida y flexible que quisimos mucho.
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