miércoles, 6 de septiembre de 2017

Frágil memoria

La abuela Inés murió el 16 de junio de 1.994, un mes antes de cumplir 87 años. El cáncer de esófago, al igual que a Ana Felix, su suegra, la fue devorando lentamente hasta dejarla en los huesos. Sin embargo, en el largo camino que tuvo que padecer por su enfermedad, Inés dio su poderosa batalla de amor por la vida para no dejarse morir, hasta que, finalmente, no hubo más remedio.

Las dificultades comenzaron cinco años después de que el tío Miguel murió, y cuatro, desde que el abuelo Ramón dejó de respirar la noche del 11 de noviembre de 1.986 en el Hospital Federico Lleras Acosta, por cuenta de una enfisema pulmonar.

Ambos, Inés y Ramón, se habían casado la mañana del jueves 16 de julio de 1.936 en la Catedral de Nuestra Señora del Carmen, en el Líbano, a las 5:30 de la mañana y, desde entonces, no se separaron nunca. Ni los malentendidos ni las enfermedades habían logrado abrir un abismo entre ellos, y por eso, la muerte de Ramón fue un mazazo en el alma que no tuvo cicatriz posible para la abuela.

Lo sé con precisión porque Ramón apuntó en el libro, no sólo la fecha y hora de la boda, sino, también, porque entre sus páginas encontré la tarjeta de invitación al matrimonio que él guardó, seguramente, como un recuerdo físico.

Tal vez una de sus máximas victorias, además de haber sobrevivido al horror de la violencia bipartidista, fue haber alcanzado a cumplir sus bodas de oro. Cincuenta años casados, inseparables, juntos hasta la muerte como juraron ante Dios esa mañana.

Cómo alcanzaron los abuelos esa marca. Cómo la rutina y el hastío no infectaron sus vidas sencillas y amables. ¿Resignación y paciencia? ¿Esa era acaso la fórmula de la vida en pareja cuándo se llega tan lejos en el tiempo o cuando no hay más a dónde ir?

Parecía obvio entonces que la ausencia de Ramón en la vida de la abuela, su desaparición física, el sonido de su voz, que con los años se fue apagando en su mente y hasta el significado de las palabras que él algún día le dijo, perdieran fuerza y, por efecto natural, comenzaran a abandonarla, como si con el tiempo el que se queda mudara de recuerdos, los perdiera para siempre en el olvido que sólo llega con la muerte.  

El primer síntoma que la abuela resistió fue el reflujo, al principio esporádico y con el tiempo más frecuente. La acidez era acompañada de agudos dolores en el pecho que, mermaban su ánimo y la obligaban a permanecer en casa, quieta, recostada en la cama o sentada en la mecedora de su cuarto, con la cabeza reclinada sobre el espaldar y la mirada apagada, perdida en las manchas que la humedad fue causando en el tejado de zinc, prisionera del dolor, ella que tanto gustó siempre de visitar a sus amigas.

Precisamente fue con Esmeralda, la primera amiga que tuvo al llegar a vivir al barrio, con quien asistió una mañana de febrero, de 1.990, a una misa de sanación promovida por el entonces párroco de la iglesia de la Santísima Trinidad, padre Ezequiel Vargas, el mismo que en 1.957 ofició la ceremonia de entronización del Sagrado Corazón de Jesús en la casa de la Veintinueve.   

Qué otra cosa podía hacer la abuela. Qué otro camino distinto al de la fe católica, en la que fue bautizada, finalmente podía escoger. Ese había sido su principio e iba a ser su final, la respuesta que encontraría al dolor, el único camino posible para ella. No importaba si no hallaba la cura a su enfermedad en esa imposición de manos, si no era bendecida con el milagro que la salvara del padecimiento y la tiranía de una enfermedad destructora y cruel, lo que importaba y, finalmente lo hallaría, sería un poco de alivio para su alma.

Tras conocer el resultado de los exámenes que se le practicaron en el Hospital de la Policía en Bogotá, donde se le dictaminó el cáncer y fue programada una semana después para la cirugía, con la promesa de extirparlo, la abuela se asustó tanto que huyó junto a mi madre, quien la había acompañado. Dejaron sin avisar el apartamento de Miriam Eugenia, amiga de mamá, quien había conseguido la cita y hablado con los especialistas para la intervención y regresaron a Ibagué en silencio.

Después vinieron los reproches pero no había nada que hacer. Cuando la abuela decía no, era inútil insistir para que cambiara de parecer. No valía intentar hacerle ver que la intervención podía ayudarla a comer mejor, a que no se ahogara más mientras masticaba los alimentos sólidos y no tuviera que dejar de comer por varias horas, a veces un día o dos, y solo alimentarse con líquidos. No hubo poder humano que hiciera sobre ella el milagro de entrar en razón.  

No había nada que perder, pensó la abuela, con ir a la misa de sanación de la hermana Helena, quien había hecho sus votos cincuenta y cinco años atrás con la orden de las monjas dominicas. El ritual católico, autorizado por la arquidiócesis de Ibagué, fue recomendado por sus amigas beatas, entre ellas Esmeralda, quien previo a la llegada de la hermana a Ibagué, fue anunciando su visita como si se tratara de una reliquia santa.

Inés y Esmeralda habían vivido en el Líbano, la abuela porque su padre había sido parte de los últimos aventureros de la colonización antioqueña que se asentaron en esas tierras en busca de oro y nuevas oportunidades, y el padre de Esmeralda porque trabajó para el comité departamental de cafeteros, como uno de sus primeros enviados al norte del Tolima, pocas semanas después de su fundación en 1929.
              
Esa mañana no le cabía un alma más a la pequeña parroquia. Hombres, mujeres, niños y ancianos, sobre todo ancianos, atraídos por la esperanza de recuperarse, ocuparon su lugar desde muy temprano en espera de ser bendecidos por el poder sanador de la hermana Helena. Hasta el más incrédulo guardaba la ilusión de borrar para siempre la enfermedad y el dolor que hacía miserables sus vidas.  

Después de la misa que ofreció el padre Vargas, donde la devoción de los feligreses podía sentirse en el aire, contagiando incluso a los menos piadosos, uno a uno los creyentes e indecisos fueron pasando a un pequeño oratorio que estaba al salir por la puerta lateral, a la derecha del altar mayor de la capilla.

La hermana Helena estaba acompañada por un séquito de jóvenes monjas que le servían como colaboradoras, organizando los turnos y dando algunas recomendaciones a los asistentes, a quienes se les entregaba una estampa de la Virgen Santa Marta para que hicieran en voz alta la oración que estaba al respaldo de la figura plastificada. Los enfermos iban acercándose a la hermana que, mientras caminaba hacia ellos, parecía auscultarlos con la mirada.

Luego, a un paso de distancia, la religiosa levantaba su mano derecha mientras invocaba el poder del Cristo redentor y misericordioso y con suavidad imponía sus dos manos en el lugar en el que el enfermo tenía el mal que lo agobiaba.

Nadie hasta ese momento de la ceremonia había dicho por qué estaba allí, cuál era el mal que lo aquejaba, razón por la cual sorprendía a todos el poder para ver de la hermana Helena, el don de discernir en que parte del cuerpo anidaba la enfermedad que los consumía.  

Con Inés fue igual. La religiosa no dudó un instante y puso sus manos sobre el cuello y el pecho de la abuela, quien pudo sentir el tibio calor sanador de Santa Marta; hermana de Lázaro y María, y amiga de Jesucristo, que le permitió extender por algunos años más su vida.

Desde entonces, y ante la evidente mejoría que comenzó a presentar la abuela, ella y Esmeralda, también a veces mi madre, asistían todos los martes a la misas de Santa Marta que el padre Vargas oficiaba en su capilla. Cada semana la abuela agradecía, con profunda devoción, el poder de la sanación, el milagro que le permitió seguir con una mejor calidad de vida sus últimos años.

En las noches, después de cenar y ver el noticiero de las siete, la abuela y mamá rezaban juntas en su dormitorio la novena a Santa Marta. Mi hermana y yo guardábamos silencio por respeto a ese momento sagrado y de agradecimiento. Entonces bajábamos el volumen de nuestras grabadoras para no electrizar el aire y el espíritu con los sonidos del rock and roll, que llegaban nuevos a nuestros oídos, pese a que la música y las letras hubiesen sido hechas dos o tres décadas atrás.

Fue difícil creerlo pero ocurrió. La abuela, que de repente en mitad de la almuerzo o de la cena se ahogaba, hasta perder la respiración, causándonos un gran susto y angustia, porque el cáncer había empezado a obstruir el paso de alimentos por su esófago, ahora podía comer sin problemas y hasta exagerar un poco en sus meriendas o en el algo que compartía con sus amigas en casa todas las tardes.

Hasta los médicos que volvieron a revisarla, pero esta vez en Ibagué, no salían del asombro al comparar las imágenes que le habían sido tomadas en Bogotá y las que recientemente se le habían ordenado. Sin embargo, uno de ellos, el doctor García, pese a admitir que la imagen no registraba ningún mal visible, aseguró que no había que confiarse y ordenó hacer un seguimiento cada seis meses.

Así, mi madre acompañó a mi abuela puntualmente y sin falta, tal y como había ordenado el oncólogo, a su revisión de rutina semestral. Fueron casi cuatro años en los que la imagen diagnostica no arrojó ningún rastro extraño que pudiera preocuparnos y robarle la tranquilidad y el milagro a la abuela.

Pero el día llegó. De alguna forma mi madre y yo lo intuíamos. La abuela comenzó, esporádicamente, a sentir el reflujo, ese fuego quemándola por dentro, la inapetencia que no era otra cosa que la dificultad para ingerir alimento y los dolores en el pecho que la obligaban a pasar más tiempo en cama.

La primera revisión del año 94 se tuvo que adelantar y la imagen de la resonancia magnética no mintió. Ahí estaban los rastros de la enfermedad, esos pequeños tumores que volvieron a aparecer y que en menos de seis meses acabaron con la vida de la abuela.

Ver cómo iba perdiendo peso y cómo la vida se le iba a pedacitos nos sumió a todos en una gran tristeza. Fue como si la felicidad, que va y viene, sin importar si otros sufren, si a otros les hace falta, no se nos fuera permitida, como si el acto simple de sonreír fuera una ofensa en contra de la abuela, o de mi madre, que no se separó de ella ni un solo instante.

De alguna forma, creo, todos nos resignamos a que la abuela pronto no estaría más con nosotros, algo egoísta si lo piensas bien, pero la vida es así con la muerte. Entonces la casa se fue llenado de una aire melancólico, y nuestro ánimo se llenó de pesadumbre.


El rock dejó de sonar, al menos a alto volumen y las carcajadas y las bromas desaparecieron por respeto a la agonía de la abuela, que en cierto modo fue también la nuestra, nosotros también moríamos un poco con ella, porque nuestra historia común pronto se convertiría en recuerdo, en imágenes inconexas, en frágil memoria.  

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