miércoles, 30 de agosto de 2017

El fuego de la memoria también quema

“Almas señor, dame almas, lo demás no importa…”
San Antonio María Claret (1807-1870)

Alguien más, antes, había escrito estas palabras. Y sobre esas palabras, sobre esas acciones convertidas ahora en signos y recuerdos, otros habían hecho lo mismo, una especie de reescritura familiar, un legado que debía, por alguna razón, perpetuarse.

No creo que ninguno de ellos sintiera, yo no lo siento, tener a cargo una tarea mesiánica y que con ello salváramos a alguien. Tal vez esas palabras sobre palabras buscaban arar su propio camino, trazar sobre el papel un puñado de experiencias vitales, cómo si su verbo no hubiese sido lo suficientemente fuerte para escarbar en la tierra y sembrar la semilla de la memoria y, que adelante, alguien, recogiera sus frutos en rama como si fueran recuerdos.

Miguel y Gregorio, hijos de Inés y Ramón, lo intentaron. Cada uno, en circunstancias distintas, encontró la manera de llegar al corazón de los hechos. Ambos habían conocido de primera mano las historias de la migración de sus padres y abuelos, los obstáculos que encontraron al bajar de la montaña y llegar sin nada entre las manos a una Ibagué fracturada política y socialmente, como hoy, porque nada o casi nada ha cambiado desde 1950.

Cada uno, a veces de manera consciente, otras sólo empujados por la curiosidad de llenar los vacíos que tienen las historias familiares, sobre todo ese capítulo dedicado a las vergüenzas sociales, hechos inconfesables que cargamos todas las familias, sin excepción, indagaba a Inés y Ramón con preguntas básicas de fechas de nacimientos, matrimonios, infidelidades, problemas físicos, de salud, y la inefable muerte.

Así, de a poco, cada uno fue construyendo sus propias referencias familiares, sus dudas y cavilaciones. Mientras que estuvieron en casa, antes de que se casaran y fundaran lejos de Ibagué sus propias familias, era fácil cada tarde después de la siesta, sentarse con Ramón o con Inés, que era la que más hablaba porque recordaba con cierta precisión algunos datos que Ramón había comenzado a olvidar.

Entonces comenzaba el carrusel de preguntas y con cada respuesta los tíos Miguel y Gregorio iban tejiendo sus conjeturas, intentando llenar ese vacío causado por la vergüenza social, el hambre, la pobreza y las enfermedades. Tonterías y taras de la educación del siglo diecinueve.

Si bien es cierto, por ejemplo, que la mañana del domingo 10 de mayo de 1936 Federico había dejado esperando en el altar de la Catedral de Nuestra Señora del Carmen, del Líbano Tolima, a Teresa Delgado, su prometida, porque tarde había descubierto que su corazón no le pertenecía a las mujeres sino a los hombres, especialmente a Rodrigo, a nadie le importó con los años que la familia fuera entonces señalada por el pueblo de malos hábitos, de prácticas desvergonzadas, que algunas beatas relacionaban con el mismo demonio.

Al final esa y otras historias harían parte de un amplio anecdotario que cada uno fue haciendo suyo, como si fuera una pequeña enciclopedia de hechos familiares; enciclopedia sin fotos, sólo pedazos de historias que nos decían algo, sólo si eran narradas, contadas en familia o con amigos, porque de otra forma estarían muertas como ellos.

Cuando se casaron, primero Gregorio en Ibagué, y después Miguel en Tuluá, y cada uno levantó su rancho aparte, como era natural, sólo en las visitas esporádicas a Ibagué, y en medio del entusiasmo alcohólico, cada uno sacaba su repertorio de anécdotas familiares, algunas veces corregidas en fechas y otras minucias, no menos importantes, por la abuela Inés o por Ramón.

Entonces los hechos eran contados una vez más, diferente cada vez, nunca igual porque la memoria y el recuerdo nunca son iguales, están vivos, se modifican, se transforman según el corazón de los hombres o las mujeres que los narran. 

El fuego de la memoria era avivado una vez más, alguien, en medio de rancheras y boleros, y copas de ginebra estrellándose para brindar, retomaba el hilo de la historia, no sólo para hablar de algo, no, la intención siempre fue recordar a nuestros ancestros, reír con sus metidas de pata, aplaudir sus pequeños aciertos, glorificar sus escasas hazañas.

Esa alegría se extinguía en la madrugada cuando el alcohol y las diferencias taladraban el corazón de la familia y las humillaciones y las ofensas aparecían para marcar el fin de la noche.

Una vez más los visitantes harían sus maletas, a veces al instante en que todo explotaba, o a primera hora de la mañana si los ruegos de Inés y Ramón surtían efecto para aplacar los ánimos. Algo dividía el corazón de los hermanos. Qué cosas no habían logrado conciliar en el pasado, por qué caían tan bajo. Desfigurados se escupían en la verja de la casa, o en la calle, intimidades familiares para aplastarse, la razón de ser y estar ya no era el fuego, había que humillar y reducir al otro al silencio, devastarlo.


Algunas de las heridas tardarían en sanar, para otras no había cicatriz posible. Y así, con nuevos odios y mezquindades el fuego seguiría ardiendo, no digo que el amor no se sintiera, que los gestos de cariño y solidaridad no fueran parte de nosotros que nos queríamos tanto, tal vez al amor también le pertenecía la maleza que muchas veces ensombreció las reuniones familiares y las vacaciones de los que entonces éramos apenas unos niños.   

viernes, 25 de agosto de 2017

Cuidar a los enfermos

Ordenabas las horas entre ir a la iglesia del Espíritu Santo, que estaba muy cerca de la casa y visitar a los enfermos. Creo que eso no sólo sabías cómo hacerlo, ya que habías cuidado años atrás a las tías Herminia y Mercedes hasta la muerte, cómo también lo hiciste con Inés y Ramón, tus padres, sino que encontrabas en ello una extraña disposición, un mandato interior, algo parecido a la virtud y la caridad.

A veces, también, ibas al convento de las hermanas de la Caridad del Buen Pastor, en Las Brisas, el barrio de tu infancia, ubicado a sólo una cuadra de donde viviste con Ramón e Inés, y donde años más tarde, cuando decidiste abandonar tus poderes para ver en el pasado el futuro de la gente, comenzarías a trabajar en el apostolado que pretendía sacar a las prostitutas de la calle y darles una oportunidad de trabajo digno.

Cuidar a los enfermos. Vaya apostolado. Eso de despojarte de tu tiempo y entregarlo todo con devoción y en silencio, eso de olvidarte de tus vanidades y entregarte al servicio de los otros y padecer con ellos sus enfermedades, su dolor y su lento desvanecer.  

La primera vez que mamá cuidó de alguien, que intentó sanarlo, fue a mí. Entonces yo tenía seis o siete años, y con café detuvo la hemorragia de uno de los dedos de mi mano izquierda. Luego de algunos minutos la lavaste y ya menos enojada, me hiciste recomendaciones sobre los peligros en los que incurría si seguía trepando a los árboles como un mono.

La segunda vez fue al abuelo. El herpes Zóster, o la culebrilla, apareció de la noche a la mañana alrededor de su cintura amenazando con darle la vuelta y completar el círculo fatal. No nos permitías, a mi hermana y a mí, entrar a su cuarto a ver lo que hacías para frenar la erupción. Sin embargo, como todos los niños, creo, encontramos la forma de enterarnos.

Primero limpiabas con agua hervida alrededor de esa llaga larga, y luego la llaga misma. Después, con una crema que tú y la abuela prepararon con las indicaciones de alguna vecina, aplicabas con delicadeza el menjurje que el abuelo sentía como un gran alivio, como si las manos y la crema fueran un abrazo milagroso que espantaba la molestia y el dolor.

El miedo a que las puntas de la culebrilla se encontraran y el abuelo pudiera morir, según se decía, fue una vez más un momento de incomprensión acerca de la muerte. Algo extraño que aun hoy divide mi alma.

Las curaciones que hiciste al abuelo surtieron efecto dos meses después deteniendo la culebrilla y la muerte. No recuerdo cuántas veces más te vimos haciendo las veces de médico, sanando y protegiendo a los tuyos y a los ajenos, pero sí recuerdo cómo cuidaste a la abuela Inés, cómo padeciste con ella el dolor del cáncer que poco a poco la fue dejando en los huesos y sin la posibilidad de comer nada sólido, alimentada nada más que por esa sonda, la última línea de vida que tuvo.

La aseabas con devoción en su habitación ante la dificultad que implicaba desplazarla hasta el único baño de la casa. Ingresabas al cuarto, el mismo que ahora ocupas tú y el mismo que ocupó entonces Mercedes y antes Ana Felix, con el agua tibia, las cremas y los aceites para limpiar las escaras de su cuerpo, que en los últimos meses de vida, si eso era la vida, no pudo levantarse.

Imagino que la devoción son tus manos y que las palabras de amor con las que le hablabas, casi que al oído, hacían parte de la preparación para la muerte, un déjate ir mamá, no sufras más, allá hay un lugar para ti, no te preocupes por nosotros que sabremos llevar el dolor de tu ausencia, deja ya esa cruz que nosotros llevaremos con piedad para que tu descanses.

El día que la abuela murió habíamos pasado, con la ayuda de mi hermana y de don Gabriel, nuestro vecino evangélico, a la abuela en un colchón para el cuarto donde ahora está mi estudio. Ese día no te alejaste ni un instante de ella, ni tú ni mi hermana, las dos estuvieron allí orando, cuidando sus últimos momentos sobre esta tierra, acompañando sus miradas al vacío y su último aliento en esta casa.

Yo no pude. No era que no quisiera, no, no podía soportar, nunca pude, ver a alguien que amo sufrir un dolor físico o espiritual, me causaba una reacción de impotencia, incluso podía quemarme la ira y la violencia y romperlo todo. Solo pasaba y te miraba pero ya no estabas aquí, tus ojos ya no tenían esa mirada de bondad y de ternura conmigo, ya no estabas en ese cuerpo que tanto dolor había soportado.

Y sin embargo esa noche me fui buscando a los amigos y las cervezas bajo la mirada acusadora de mi madre y de mi hermana, que me reprochaban el dejarlas solas justo cuando la abuela agonizaba. Por algo tuve que entrar en la habitación, algo que ya no recuerdo, y ante la estrechez del cuarto y la de mi corazón, tuve que pasar por encima de ella, que para mí estupor, arrojó una última mirada sobre mi cuerpo, mi cuerpo y mi alma de 23 años joven y miserable, fue una mirada llena y vacía al mismo tiempo, dura, fría, estaba pasando por encima del cadáver de mi abuela.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Sagrado lunes

El ritual de visitar las tumbas de los familiares, llevarles flores, volver a llorar, no con la misma intensidad de cuando murieron, no, por supuesto que no, tenía la intensión de avivar el recuerdo que se extinguía en el vacío que habían dejado y al que nos costó acostumbrarnos.  

Entonces volvían a vestirse de luto, no había retoques frente al espejo excepto para mirar que el chal les quedara bien puesto y que el cabello estuviera organizado. Cerraban con llave los cuartos, la puerta de salida de la casa y partían rumbo al cementerio con la monedera apretada entre sus manos, donde guardaban el dinero para pagar las flores y el agua, que un niño del barrio El Bosque llevaba en un balde desvencijado hasta la tumba para limpiar la lápida. También, en esos monederos, guardaban el diezmo que ofrecían religiosamente todos los lunes en la misa de las cinco y media de la tarde.

El cementerio San Bonifacio estaba a dos cuadras de la casa. Así que caminaban sin prisa, como lo hacía tanta gente hasta la ciudad de los muertos. Así aprendí que, al menos en casa, los lunes era un día dedicado a los muertos, a recordarlos, sin importar si sus vidas fueron épicas o extraordinarias, si los habíamos amado u odiado.  

La costumbre de visitar las tumbas de nuestros muertos duraba el tiempo que estuvieran enterrados. Luego, cuando llegaba el momento de desenterrar sus restos para llevarlos a un osario, las visitas a los osares se hacían esporádicas. La última vez que lo hice fue con mamá. Como muchas de las cosas relacionadas con los ritos sagrados del catolicismo, eran momentos a los que llegaba por impulso, porque me parecía bien, de repente, acompañar a mamá, hacerle sentir que no estaba sola, que de alguna forma podía contar conmigo. Creo que lo hacía como un acto solidario, humano, al fin y al cabo ella era mi madre y ellos mis muertos.

El osario de entonces del cementerio San Bonifacio era muy estrecho y oscuro. Las pequeñas bóvedas donde reposaban los restos del tío Miguel y el abuelo Ramón estaban en el mismo pabellón, una enseguida de la otra. Allí descansaban para siempre.

Los huesos de padre e hijo en esa pequeña bóveda gris, con sus nombres grabados en letra cursiva, negra, y la fecha de sus nacimientos y muertes. Se acostumbraba a tocar la pequeña lápida con los nudillos del puño de la mano derecha cerrada, como quien toca una puerta para que le abran, para avisar que ahí estábamos, que habíamos vuelto, que no los habíamos olvidado. Yo la verdad no entendía muy bien que hacía ahí, aunque sabía que estaba ahí por mi madre y no por ellos, a quienes en vida amé profundamente, bueno, como un niño de doce años podía hacerlo entonces y como un hombre cercano a los cuarenta ahora podía recordarlos.
Pese a sentirme algo tonto, me persignaba con respeto, como creía que debía ser cuando se recuerda a alguien que está muerto, cuando se ora por alguien que está muerto. De todas formas respetaba la manera delicada en que mi madre cerraba los ojos, y entre los dientes, pronunciaba una oración. No dejaba de ser un momento de recogimiento, una tarea aprendida con dolor desde el mismo momento de sus muertes.    
Con la abuela Inés fue diferente. Al menos de parte mía no hubo visitas ni a su tumba ni al osario, pese a que yo era su nieto preferido. Y tal vez fue eso lo que me hizo sentir en deuda con ella durante muchos años. Por eso, creo, acompañé a mamá a la exhumación de sus restos.

Ahí estábamos los dos sin saber en qué estado íbamos a encontrar el cuerpo, o lo quedaba de él. Nos paramos unos metros atrás de los dos obreros que abrían la bóveda donde cinco años atrás habíamos dicho adiós a la abuela. Los dos hombres rompían a punta de cincel y martillo los bordes de la lápida para no romperla. No entendía por qué si ya había cumplido su tiempo. A lo mejor para revenderla en las marmolerías ubicadas al frente del cementerio, donde con seguridad la pulirían borrando su nombre y las fechas de su llegada y partida de este mundo. Nada se desperdicia, ni siquiera después de muertos.

Los dos hombres bajaron con mucha cautela el desteñido cajón de madera, que mi madre y yo habíamos elegido en el sótano de la funeraria La ley del tiempo cinco años atrás, la noche en que la abuela murió. Mientras los dos hombres hacían descender el astillado cajón del cuarto nivel del pabellón número seis, mi madre y yo enterramos la mirada en el piso hasta que lo que quedaba del féretro fue puesto sobre una carretilla, las mismas que se usan en la construcción para transportar arena, ladrillos o cemento.

Los dos obreros llevaron la carga hasta un pequeño patio donde se arrojaba la basura, o al menos eso parecía. El lugar era un muladar. Montones de coronas funerarias se marchitaban bajo el sol canicular de agosto y astillas de otros ataúdes de madera sobresalían como espolones adentro de tres canecas sucias y oxidadas, puestas en una de las esquinas del patio.

Antes de romper el cajón uno de los hombres nos preguntó si nos quedaríamos para ver, y mi madre y yo contestamos que sí, asintiendo con la cabeza y sin decir una palabra.

El cuerpo está entero, hay que partirlo, dijo el sepulturero, al destrozar con una pequeña hacha lo que quedaba del cajón de madera. Mi madre y yo soportamos en silencio la escena. Cuando el hombre terminó de cortar el cuerpo, que había salido casi entero, momificado, dispuso los huesos en la pequeña caja que mi madre había comprado días atrás a las afueras del cementerio.  

Como algunos de los huesos no cabían en la caja, el hombre tuvo que volver a cortar algunas partes, especialmente los femorales, para que cupieran en el pequeño cajón color caoba, el último vestido de la abuela. El calor aquella tarde era insoportable y el olor a tierra húmeda y a flores podridas que saturaban el aire, haciendo difícil la natural tarea de respirar, se quedaría el resto del día en mi nariz y la boca. Después de sellar la caja y hacer el papeleo correspondiente llevamos los restos de la abuela al osario, junto a los del tío Miguel y el abuelo Ramón, donde mamá dejó unos claveles blancos, que tanto le gustaban a la abuela, y una veladora encendida, antes de marcharnos en silencio de vuelta a la casa.  

viernes, 18 de agosto de 2017

La caligrafía del Sagrado Corazón de Jesús

¿De quién es la caligrafía del libro? ¿Por qué esas anotaciones sobre pagos, abonos, y en sus márgenes observaciones sobre la siembra de semillas? Mamá me dice que la letra es de Mercedes, la hermana de mi abuelo materno, a quien nosotros nos acostumbramos a llamar tía. Su nombre completo era María de las Mercedes. 

En el libro que ahora tengo sobre mi escritorio puede leerse, por ejemplo, que el 7 de enero de 1958, ingresó a la casa el Sagrado Corazón de Jesús. La imagen fue entronizada esa noche, a las 8:30, anotó el abuelo, con la bendición del reverendo Vargas. Las tías, Herminia y Mercedes, habían ocupado la casa junto a su madre Ana Felix, dieciséis meses atrás, la mañana lluviosa del 17 de mayo de 1957, diez días después de la caída de Rojas Pinilla.

¿Cómo habrá sido eso? No la caída del general, en lo que pienso, o trato de imaginar, es en el recibimiento al ícono sagrado. Imagino a las tías, a Herminia y Mercedes, al abuelo Ramón, y a Ana Felix, a quien mi madre llamó siempre con cariño mamá Envin, mirar con piedad el ingreso a la casa de la imagen del santo mayor, esta casa en la que ahora mismo escribo estas palabras. La razón de tener la imagen, escribió el abuelo, fue la de ampararla de ladrones y a sus habitantes de ataques espirituales.  

Al parecer las anotaciones que abarcan la primera parte del libro son de tipo contable, abonos o préstamos a clientes que compraban en la tienda de abarrotes que Gregorio María, padre de Herminia, Mercedes y Ramón, había fundado pocos meses después de haber llegado de Abejorral a Villahermosa, primero, y después al Líbano, cuando el siglo diecinueve apenas despuntaba.  

La tienda vendía telas, vinos, esencias florales y electrodomésticos, entre otros artículos. Entonces era Mercedes la que ayudaba a Gregorio a llevar las cuentas de los abonos que hacían los clientes a los que se les fiaba, porque entonces la palabra valía más que cualquier cosa en el mundo, ingresaba la plata que los clientes pagaban, apuntaba los pedidos y el valor de los artículos, uno por uno, cada detalle que sumara o restara a la contabilidad de la familia era apuntado por Mercedes con pulcritud y belleza, como si estuviera escribiendo un poema y no simples números.  

Después fueron apareciendo las anotaciones del abuelo Ramón. La fecha de llegada de la familia a Ibagué, el alquiler de la primera casa en la veinte con quinta, la compra de esta casa, el día que fue habitada, la fecha en la que sembraron los árboles de naranja, los nacimientos de sus hijos, el casamiento de ellos, la llegada al mundo de sus nietos, la muerte de sus padres y hermanos, y su ingreso a trabajar a la policía como peluquero, entre otros detalles.

Tal vez lo más extraño que el abuelo llegó a consignar en el libro fueron los nombres de los muertos que cada tarde pasaban frente a la casa rumbo al cementerio. Esa parecía ser su singular afición. Se paraba a fumar en la verja y cuando el cortejo fúnebre pasaba repetía varias veces el nombre de los difuntos. José María Rodríguez Chacón, Belisario González Tafur, Baudelino Mora Sánchez, María Clara Ramírez de Castro, nombres sin rostro que él en las noches, después de cenar, apuntaba de atrás para adelante en el libro.

Cuando Ana Felix cayó enferma, derrotada por el cáncer, Mercedes ordenó cerrar la casa. Encendió velas en todos los rincones, incluida la habitación de su madre y a la mañana siguiente salió al Telecom más cercano para telegrafiar a sus otros hermanos con la grave noticia: Mamá agoniza. Volver a casa pronto.

Mientras encendía las pequeñas veladoras Mercedes pensó, más con el corazón que con la cabeza, es decir; tuvo algo así como una revelación, una certeza que le indicaba disponer, antes de su muerte, servicios religiosos por un año entero para la salvación de su alma. ¿Qué atormentaba tanto a Mercedes? ¿O acaso creía que sólo así lograría su ingreso directo al cielo sin tener que pasar por el purgatorio? Tal vez buscaba un viaje directo y sin escalas, a lo mejor se lo merecía, o al menos eso creía.

La imagen escogida por la familia cuando Ana Felix falleció, para que se pusiera sobre su lápida y durante los servicios funerarios, que fueron en casa, como también serían años más tarde los de Federico, Herminia y la propia Mercedes, fue la de Jesús orando en el Monte de los Olivos.

Los días que Ana Felix pasó en cama agonizando y la casa estuvo cerrada a las visitas, solo unos pocos amigos, siempre son muy pocos, pudieron verla o estar allí para ofrecer su corazón, dar unas palabras de aliento y rezar la oración por los agonizantes del Sagrado Corazón de Jesús. Corazón de Jesús, hostia viviente, Santa y agradable a Dios, Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados, Corazón de Jesús, lleno de amargura por nuestra causa, Corazón de Jesús, triste hasta la muerte en el jardín de los Olivos…

Esa misma noche el padre Vargas ofició el sacramento de la extremaunción y aunque el sentido de la ceremonia no es exactamente el de preparar la partida del agonizante, sino, el de mantener fuerte la esperanza de su recuperación, todos sabían, incluida Ana Felix, que la muerte no se marcharía sin ella tal como lo hizo dos días después.  

La noche que el cáncer derrotó definitivamente a Ana Felix no hubo dramatismos. Nadie se descompuso. En pocas horas Herminia, Mercedes y Ramón dispusieron todo. No eran grandes cosas materiales sobre las cuales había que pensar. No. Las decisiones, que Ramón dejó finalmente en manos de Herminia y Mercedes, fueron sobre los objetos personales. Su ropa, la sortija de matrimonio, sus documentos, algunas cartas y fotografías. Finalmente somos solo recuerdo.  

Cuando Herminia y Mercedes terminaron de organizar las pocas cosas que le pertenecían a Ana Felix, las dos la desnudaron sobre la cama para asearla. Las dos, una a cada lado de la cama, limpiaron con devoción su cuerpo, o lo que quedaba de él, con agua tibia y aceites, y volvieron a vestirla, esta vez con el traje blanco que lució el día que llegó a ocupar la casa ocho años atrás.

Cuando terminaron de hacerlo Herminia tomó la mano derecha de su madre y la beso. Lentamente la paso por su cara, devolviéndole el acto de agradecimiento que Ana Felix había tenido con ella pocas horas antes de fallecer. Cuando terminó dispuso sus brazos cruzados sobre el pecho y acomodó en su cuello la medalla de plata de la Inmaculada.

El médico Arteaga, quien había tratado a Ana Felix desde su llegada a Ibagué, expidió el dictamen de la muerte a las ocho y treinta de la mañana y a las diez la funeraria ya se había llevado el cuerpo para prepararlo y traerlo de nuevo a casa para cumplir con los servicios funerarios. Al final del día el cuerpo sin vida de Ana Felix entró a la casa, vestida de blanco, como había ocurrido ocho años atrás, pero esta vez dentro de la caja mortuoria. 

miércoles, 16 de agosto de 2017

Milagro en la casa de la veintinueve

La casa volvió a ser la de antes de la muerte de las tías Herminia y Mercedes. La de antes de la muerte de los abuelos Inés y Ramón, una casa con una suave luz de terciopelo amarilla, cálida en las mañanas y lúgubre al final de la tarde.

Mamá había encontrado entonces en la fe católica una tabla de salvación para su vida, una especie de bálsamo para su alma, un balance entre sus pensamientos y sus acciones, que le permitía vivir en paz consigo misma sin hacerle daño a nadie.

Eso la llevó, como antes lo hicieron las tías y los abuelos, a colgar de las paredes de su cuarto, con gran devoción, imágenes de santas y santos, escenas de la vida de cristo, como la de la oración en el Huerto de Los Olivos y otros como la Santísima Trinidad, que encerraban el misterio del Dios verdadero. Todo en un mismo lugar. Tres por cuatro.

A lo largo de las paredes del estrecho corredor que llevaba de la sala comedor a las habitaciones y el baño, el único en la casa, también dispuso otras imágenes gobernadas por el Sagrado Corazón de Jesús, entre las que se contaban la de la Virgen del Carmen, que a sus pies tenía las almas de pequeños hombres y mujeres, atormentados por la culpa, clamando con los brazos en alto ser salvados, mientras seguían ardiendo en las siniestras llamas del purgatorio. No se puede vivir sin perdonar.

Así que cada vez que recibíamos una visita, ellos, los visitantes, tenían que atravesar el largo corredor bajo la mirada perturbadora de esos pequeños cuadros que removían sus culpas. Nadie se salvaba. Bastaba ver sus rostros confundidos al regresar del baño, ante la sensación de respeto y misterio, esa extraña combinación del miedo, que les imprimía en el alma las imágenes que tanto tiempo estuvieron guardadas.


Esa mañana, a las cinco, la imagen de mamá arrodillada al final del corredor, me pareció una especie de milagro. Al salir de mi cuarto tuve la sensación de que tanto ella como yo estábamos delante de una presencia alada, un misterio, una aparición cercana al milagro. La casa en penumbra apenas despertaba y ahí estabas mamá, como siempre, salvándonos con tus ruegos del mal y del desastre. Ese era el milagro.

viernes, 11 de agosto de 2017

Las señoritas Correa

Herminia y Mercedes nunca se casaron ni tuvieron hijos. Sus vidas estuvieron dedicadas a la enseñanza en escuelas públicas, primero en el Líbano y Murillo, poblaciones al norte del Tolima y, luego, tras su desplazamiento forzado por el horror de la violencia política de los años cincuenta, en Ibagué donde finalmente se pensionaron después de toda una vida de servicio.

En el barrio eran conocidas como las señoritas Correa. Todos profesaban un gran respeto por ellas, que sabían guardar la distancia con sus vecinos sin dejar de ser nunca solidarias cuando alguien lo necesitaba. Tal vez la seriedad y gravedad de sus palabras al saludar, o al conversar brevemente con ellos, les granjeó esa imagen, extendida a través de los años hasta hoy, cuando algunos de los pocos viejos que quedan en el barrio las recuerdan.  

No era extraño que regalaran pencas de sábila, pequeños cortes de Yerbabuena y hojas de los árboles de naranja, que ellas habían sembrado en el patio pocos días después de haber ocupado la casa. Nunca le negaron nada a nadie. Ni a sus conocidos y tampoco a los que se arrimaran a la verja a pedir un poco de comida o un vaso con agua. Costumbre que mi madre mantiene hasta hoy pese a los reclamos de los vecinos que aseguran que darle comida a esos pobres diablos incrementa la inseguridad en el barrio.

La gente, aún después de que habían muerto, y mis abuelos Inés y Ramón pasaron a ocupar la casa, seguían golpeando a la puerta en busca de las medicinales ramas, que según ellos servían para cerrar heridas, curar el asma, la gripe y otros males del cuerpo.

Mientras que Federico y Luis no estaban en la casa, el único cuarto que tenía puerta a la calle, y que servía de dormitorio para alguno de los dos cuando venían a Ibagué, era utilizado por ellas para recibir las visitas. Entonces, cuando partían de nuevo, Luis para Zarzal y Federico para el Líbano o Murillo, sacaban la cama, el escritorio, el solterón, y el baúl que servía para guardar la ropa, era utilizado como mesa para colocar las delicadas piezas de porcelana alemana, que ellas tanto se esmeraban en cuidar y carpetas en crochet tejidas con finos hilos que encargaban a Medellín y que mallaban todas las tardes sentadas frente a frente y en silencio en la sala principal de la casa.

Ese cuarto también sirvió en su momento y en tiempos distintos como barbería, salón de belleza y consultorio homeopático. La barbería fue de Federico, y aunque también Luis y el abuelo Ramón fueron peluqueros, fue él quien ocupó varias veces el cuarto con sus peines, tijeras, brochas, barberas, espejos, sillones y bacías.

Como barbero Federico era un gran conversador, y aunque no es una condición de rigurosa exigencia, había en él algo natural para entablar con sus clientes una conversación de lo que fuera, generalmente de política y religión, y si el fútbol hubiese sido entonces un espectáculo de primer orden, como lo es hoy, seguro también habría hablado con ellos del partido de la noche anterior.    

Federico se levantó siempre muy temprano, al igual que las tías. Después de hacer la cama y colar el café, y mientras ellas terminaban de rezar el rosario, cada una por separado, él, aún en bata, se sentaba al escritorio y se dejaba llevar, con los ojos abiertos, por las imágenes fragmentadas del sueño de la noche anterior, que rápidamente eran interrumpidas por el vacío que le producía, aún después de tanto tiempo, las cartas sin contestar de Rodrigo.

Cuando Mercedes golpeaba a su puerta para anunciar que el desayuno estaba casi listo, Federico se incorporaba de nuevo y arrastrando los pies se metía al baño para asearse. Mientras se vestía lentamente, Herminia y Mercedes regaban las plantas y los árboles de naranja del patio y daban de comer a los pájaros, que acostumbrados a las harinas de pan, el azúcar y el agua, llegaban en pequeñas bandadas de azulejos, canarios, cardenales y tórtolas todas las mañanas.

Debía ser extraño desayunar con ellas, almorzar con ellas, verlas tejer toda la tarde, rezar el rosario a la Virgen María, ir a misa, tomar el algo, y sobre todo, tratar de conversar con ellas de algo distinto que no fuera sus primeros años en Villahermosa y lo felices que fueron.

Herminia y Mercedes siempre se vistieron de negro o casi siempre. Al menos ese era el recuerdo que yo tenía de ellas, hasta la tarde en que encontré en el baúl las viejas fotografías familiares. En algún momento, y por una razón que desconozco, las tías decidieron pasar al alivio de luto, que imagino usaban cuando salían a cobrar la pensión, tomar onces al Mohán, la cafetería del hotel Ambalá, o cuando eran invitadas a las fiestas de sus sobrinos.

En el baúl también encontré el cuaderno de anotaciones del abuelo, en el que registró con precisión los momentos más importantes de su familia, como la llegada a ésta casa, la entronización del Sagrado Corazón de Jesús pocos días después de habitarla, los nacimientos, matrimonios y muertes de sus hijos, hermanos y familiares lejanos, con esa hermosa y fina caligrafía, que hablaba muy bien de él, de su elegancia y rigor.   

miércoles, 9 de agosto de 2017

Mi primer muerto

La primera vez que vi un muerto fue en la casa de los Castro, que estaba a un lado de la nuestra en el barrio Las Brisas. Yo tenía seis o siete años. Los gritos, que poco tiempo después reconocería como los del dolor, en vez de espantarme me impulsaron hasta allí, donde entré sin que ningún adulto me detuviera.

En mi recuerdo la casa estaba vacía, quiero decir; cada cosa parecía ocupar su lugar, la pequeña sala dispuesta para recibir visitas, el comedor de seis puestos, las fotografías familiares en las paredes y en las mesas auxiliares, pero nadie más excepto ella. ¿Dónde estaban las personas que lloraban y gritaban con dolor?

Desde el umbral de la puerta de la habitación pude ver el cuerpo de la mujer, vestido con un largo traje negro, que estaba extendido sobre la cama. ¿Por qué negro? sus ojos permanecían abiertos, fijos en la nada y, alrededor de ellos, el color purpura, marchito, que me impresionó tanto. Fue un golpe emocional muy fuerte, se parecía a mi madre.

Años después comenté la imagen con mamá en una conversación en la que ambos evocamos sucesos de mi infancia, sobre todo ella, que me aseguraba que en casa de los Castro nunca había muerto nadie, al menos mientras vivimos en el barrio. ¿Había yo convertido un sueño en un recuerdo oscuro, en una ficción?

Era extraño. Si todo me parecía tan claro de dónde había sacado esa imagen si los sueños se desvanecen con tanta rapidez al despertar, menos las pesadillas claro está, sobre todo las que se repiten a lo largo de tu vida. Cómo era posible que mantuviera después de treinta y cuatro años esa imagen tan nítida en mi recuerdo, tan real.


¿Eso quería decir que ella no estaba muerta, que era una broma, una pesada broma familiar, una puesta en escena?  No sé. No dejaba de ser extraño que en mi memoria existiera una imagen así, y que yo, tantos años después, siguiera pensando que era parte de algo vívido, de la realidad, parte de mi memoria infantil.