viernes, 1 de septiembre de 2017

Auristela, la niña grande

Auristela es alta. Tiene los ojos grandes y el cabello negro. Siempre usa esos vestidos largos y zapatos que parecen ortopédicos del mismo color de su pelo. Al menos así la recuerdo.

No sé cuántos años pasaron sin que ella visitara la casa. Yo tendría veinte o veintidós años. Alguna vez la saludé en el centro de Ibagué. Fue un encuentro fugaz, un corto saludo, más silencio de parte de ella y respeto por la mía que otra cosa.

Recuerdo a Auristela en una casa cercana a la nuestra en el barrio Las Brisas, donde nací. Su gran amistad con mi abuela Inés, esa cercanía casi familiar, intima, que le permitía, no sólo entrar y salir de la casa como si fuera suya, sino, también, participar de ciertas discusiones que en otras familias, con seguridad, tendrían un carácter privado.

Auristela era sobrina de Leonor de Barrientos, una amiga de la casa y quien en muchas oportunidades les tendió la mano a los abuelos ante las repetidas crisis económicas.

No era extraño entonces que Leonor apareciera por la casa con alimentos básicos como café, leche, pan y huevos, también dulces y cigarrillos. Entonces mamá procuraba ayudar con una pequeña parte de su sueldo como operadora en el conmutador del Hospital Federico Lleras Acosta. Eran tiempos difíciles, pero cuáles no los han sido. 

De Auristela también recuerdo su gran colección de muñecas, algo que siempre vi con miedo y desconcierto. Decenas de muñecas de porcelana, de plástico, tela, madera y de trapo bien dispuestas en las repisas de esa habitación, iluminada apenas por una bombilla colgada del techo. Al cuarto, que estaba en la parte de atrás de la casa, se llegaba después de pasar por la cocina y la sección donde se guardaba la ropa de cama y acumulaban muebles viejos. Auristela corría con sus dos manos la cortina que daba acceso a su pequeño museo, halaba la cuerda del benjamín y entonces sobre los rostros de sus muñecas caía esa luz lánguida que ayudaba a darles forma y volumen a las pequeñas mujercitas, que parecían despertar entre las sombras.

Pasaba la tarde entera limpiándolas, remendando sus vestidos, cambiándolas de lugar, o simplemente admirándolas, recordando cómo y quién le había regalado cada pieza. Sin duda las que más le gustaban eran esa pequeña colección de mesa en la que cuatro muñecas de porcelana tomaban el té, una buena replica de esas que albergaba el museo de la infancia de Edimburgo, según se enorgullecía mostrando en un viejo y descuadernado catálogo, y su Mariquita Pérez, la española, de la que guardaba una versión hecha en cartón piedra, como las originales que comenzaron a hacerse en 1938.

Fue extraño ver a Auristela, siendo ya entonces una mujer hecha y derecha, jugar a las muñecas. Era una niña grande en medio de sus pequeñas mujercitas de trapo, una reina madre con el corazón de una infanta. Qué impulsaba a Auristela a hacerlo. Qué poder ejercían sobre ella esas pequeñas mujercitas.

Ahora pienso que el hecho trágico de la muerte de su madre en el momento de dar a luz, plantó en ella una cicatriz imborrable, un dolor y una ausencia que sólo encontraban alivio jugando a ser mamá con sus muñecas de trapo.

El hecho obligó a que la niña Auristela fuera criada por sus tías, entre ellas Leonor, quien en honor a la verdad, y al recuerdo, sobre todo, fue quien puso más en su crianza. Eso aseguró que a la niña grande no le faltara nunca nada. Ni comida, ni estudio, ni vestido, ni muñecas.

Durante muchos años mi madre y ella no se hablaron, tal vez por malentendidos, surgidos casi siempre de esas pequeñas mezquindades familiares, que tenían el poder de romper relaciones y desangrar el corazón de los hermanos.

Fue extraño sentir su ausencia durante tanto tiempo, especialmente después de verla todos los domingos, a veces también los sábados, visitar a los abuelos y escuchar sus conversaciones a lo largo de dos o tres horas, en las que recordaban en coro a familiares lejanos y amigos, algunos ya muertos, como si a través de ese dialogo amoroso tuvieran la posibilidad de dar vida, así fuera por un instante, a sus historias personales.

Pero hace poco, recuerdo, mamá me dijo que se la había encontrado en el centro de Ibagué y que su encuentro, precedido de un corto y profundo silencio, fue al final emotivo, un abrazo con llanto que se extendió por algunos segundos, suficientes para curar las heridas y perdonarse. No podía ser para menos, pensé, se habían querido tanto, cómo si fueran dos buenas hermanas. 

Aquella tarde hablamos poco, casi nada diría. La visita era más para mi madre. Antes de salir de mi cuarto para saludarla, recordé mamá, que cuando me contaste que Auristela vendría a la casa te pregunté por los años que podría tener y tú hiciste una cuenta mental entorchando los ojos y me dijiste que como setenta y cuatro, me parecieron muchos y pensé en cómo la habrían cambiado los años.

Cuando salí del cuarto para saludarla, entré antes al baño y cuando abría la puerta pude ver desde el corredor su columna doblada, encorvada en la silla del comedor donde junto a su esposo y mi madre tomaban el algo. Su aspecto me impresionó tanto que me hizo pensar esa tarde en la vejez, no exactamente en el paso implacable del tiempo, si no en su poder para degenerar el cuerpo y la mente.

Yo solo podía verte y pensar, mientras trataba de ocultar mi asombro, que algún día habías sido la niña grande, la madre reina que jugaba a las muñecas cómo si fuera una infanta, y no esa mujer a la que los años le habían cobrado con creces el paso inexorable del tiempo, y que además, había decidido casarse a una edad en la que la muerte es más que una certidumbre.

Antes de tomar el taxi me dijo que siempre me había llevado en su corazón. Luego hizo una pequeña pausa y con lentitud, mientras me abrazaba, me dijo que me quería mucho.

Subió al taxi, después que su esposo, y con mucha dificultad tomó su pierna derecha con sus dos manos para doblarse y así caber en el asiento trasero de esa cajita amarilla. Cerró la puerta y partieron.


Y yo me quedé pensando que en verdad no sé nada de Auristela, ni su segundo nombre, si lo tiene, ni sus apellidos completos, no sé quiénes fueron sus padres, no sé cómo apareció en la vida de mis abuelos y de mi madre, qué hacía mientras no estaba en la casa y porque, después de tantos años, había regresado y yo no le había preguntado, en nuestro breve dialogo, por su pequeño museo de muñecas.

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