De la casa para
afuera estaban los vecinos y el mundo conocido. De la puerta para adentro estábamos nosotros. Nosotros y
los olores particulares de la casa, el sonido de su respiración en las noches,
el rumor de nuestras voces, la furia de nuestras discusiones y nuestra alegría
traducida en alboroto, tan pocas veces.
Con el tiempo, y
de acuerdo a la manera de vivir de quienes la habitamos, esta pequeña geografía
llamada casa, llegó a constituirse en un singular universo, dotado de piel, de
recuerdos, de sentidos tocados por la miseria y el esplendor de sus moradores.
Podría decir que
nuestra casa, ese pequeño territorio con sus fronteras bien delineadas, hacia
adentro y hacia afuera, llegó a ser un ente vivo, un organismo que, no sólo nos
protegía de las inclemencias del clima y la inseguridad de las calles, si no,
también, un lugar en el que podíamos resguardar nuestros secretos e intenciones
más innobles y elevadas.
Diría también
que, de alguna manera, todos los vivos y los muertos de esta casa fuimos sus
hijos, o al menos, una especie de apéndice de sus paredes hechas con bloques de
cemento, pañetadas y pintadas tantas veces, de colores y formas tan distintas.
Somos hijos de una casa con solar, tejado de zinc y pisos de cemento pulido,
maquillado con mineral rojo.
Esta casa, hecha
por el antiguo Instituto de Crédito Territorial, para empleados públicos, es
desde su ocupación en mayo de 1957 una especie de territorio santo. Desde
entonces ha sido un lugar habitado por mujeres beatas, creyentes en la segunda
venida de Cristo, mansas seguidoras de los diez mandamientos escritos con fuego
sobre la piedra. Las primeras, como Herminia, Mercedes y la abuela, educadas en
los fundamentos del catecismo de la doctrina cristiana del padre Astete y, las
segundas, como mi madre, en las sanas costumbres del Manual de urbanidad y
buenas maneras de Manuel Antonio Carreño.
Yo he visto a
esas mujeres abandonarse sin más medida que su fe al apostolado de dar a los
otros lo que les hace falta, orar sin importar la hora y el cansancio físico,
olvidando el peso de las adversidades naturales del mundo, como no tener que
comer ni vestir, o dinero para pagar los impuestos y los servicios públicos.
Admiré en cada
una de ellas esa forma de entrega y, también, su poder para mantener la casa a
flote y no perderla en la deriva, porque ninguno de los hombres que habitaron
esta casa, excepto mi padre y el abuelo, sabían algún pequeño oficio casero.
Mi padre, por
ejemplo, podía arreglar las llaves de la alberca, el lavamanos o el lavaplatos,
cambiando los empaques cuando estos se rompían. Y mi abuelo sabía arreglar las
ollas de aluminio que se iban desgastando por el uso, poniendo en los pequeños
orificios un poco del papel plateado que envolvía sus tabacos y, que al
calentarlo, parecía convertirse en una amalgama resistente.
Recuerdo, por
ejemplo, a las tías Herminia y Mercedes, y después a Ramón e Inés, luchando
contra el comején que devoraba las vigas de madera que sostenían el techo de la
casa. Armados con brochas y cepillos, que remojaban en petróleo, untaban los
nidos que la plaga iba dejando en rincones de la sala, como las habitaciones,
el baño y el rancho de paja del patio, donde se guardaban los trastos viejos.
La plaga, que
amenazaba con tumbar la casa, recibía cada domingo, después de que todos
asistían a misa, la dosis semanal del combustible fósil que dejaba ese fuerte y
penetrante olor en toda la casa. Primero
acabamos con él que él con nosotras, ya verás, le decía Mercedes a Herminia,
esforzándose en el antepenúltimo pedestal de la escalera para alcanzar el nuevo
nido que se estaba formado en un rincón del caballete de la casa, que pena, a
la vista de las visitas.
La lucha duró
toda mi adolescencia y parte de mi primera juventud, hasta que hubo presupuesto
y las vigas de madera fueron reemplazadas por unas de aluminio que, aún hoy,
siguen sosteniendo el viejo tejado de zinc.
Otro olor que recuerdo,
tal vez el que más, era el del tabaco que fumaba el abuelo. Lo hacía por las
mañanas sentado en su mecedora, ubicada entre el comedor y el cuarto de atrás,
mandado a construir por Herminia y Mercedes a principios de la década del
setenta, para que cuando sus hermanos Luis y Federico visitaran Ibagué tuvieran
un cuarto en el cual quedarse.
Por las tardes,
a eso de las cuatro, después de hacer su siesta, el abuelo volvía a fumarse
otro tabaco, 5y6, de marca nacional, o a veces uno importado cuando alguno de
sus hijos, Miguel o Gregorio, se acordaban de él, en alguno de sus viajes a la
costa atlántica o pacífica.
Precisamente fue
Miguel quien le trajo de Providencia una pipa ya curada que compró a un
marinero holandés. Desde entonces el abuelo siempre la usó después de la cena,
mientras cumplía con esa extraña labor de apuntar en el libro, con su hermosa escritura
de calígrafo, los nombres completos de los caídos, que ese día desfilaron hacia
la ciudad de los muertos.
A veces, sin
razón alguna, el dulce olor de la picadura de su pipa puede volverse a sentir
por la casa. En la que fue su habitación o en el baño de atrás, donde después
de pensionarse de la Policía, guardó su silla de peluquero, hecha de madera,
alta, de espaldar ancho y cómodo, que también sirvió para peluquear a sus
nietos.
Allí, el abuelo
también guardó sus betunes y cepillos, su caja metálica de galletas nacionales,
que después de consumir, era utilizada para acumular tornillos, puntillas,
pestillos y benjamines, entre otros artefactos. El pequeño cuarto de apenas dos
por dos, albergó también sus herramientas básicas de labranza como pala,
barretón, machete y azadón, que eran usados cada mes para arreglar el solar.
La casa, como
todas las casas, creo, tienen también esos pequeños territorios que sus
habitantes van haciendo suyos, lugares que van conquistando a fuerza de
poseerlos materialmente, ya sea con ropa, cuadros, fotografías, papeles, medicamentos
y, también, con las cosas que no se ven; como recuerdos y sentimentalidades por
las personas y los objetos.
Así, cada uno de
nosotros fue ocupando un lugar en este espacio, centímetros para compartir con
la soledad o el silencio, para pasar la tarde o la noche, para sabernos tristes
y meditabundos, melancólicos que no es lo mismo.
Los lugares
comunes de la casa, como la sala, el comedor, el patio y la cocina, eran sitios
en los que aprendimos a estar juntos, a compartir nuestros días, la rutina y la
dura cara de las costumbres familiares, también el alboroto de las fiestas.
Pero una vez las puertas de nuestros cuartos se cerraban, a la hora en la que
la vida en familia se termina, cada uno de nosotros volvía a ser el mismo,
apartándose de las convenciones sociales y morales de la casa; cada uno de
nosotros era esa puerta que se cerraba y, solo hasta entonces, comenzábamos a
ser los mismos, otra vez, hasta que amanecía.
Cada uno se
hundía en la noche pensando en sus frustraciones. A Federico, como si cargara
con una enfermedad, lo atormentó siempre el haber dejado metida a Teresa en el
altar de la iglesia aquella mañana, Herminia y Mercedes, por su parte, pensaban
en cómo el tiempo fue socavando sus días felices en Villahermosa, en la soledad
voluntaria a la que se abandonaron, ellas, dos mujeres maduras que resistieron
todas las tentaciones del cuerpo, que no conoció hombre alguno.
Los abuelos
apenas se dejaban estar por la costumbre de vivir juntos. Para ellos lo
inexorable del tiempo era una convención que habían aceptado sin protestar,
como quien acepta morir de una enfermedad que no tiene cura ni paliativos. Así
que, cada noche, cuando se metían en la cama para dormir, el abuelo encendía la
radio que estaba en su mesa de noche para escuchar los últimos boletines de
noticias del día y conciliar después el sueño, dejándose llevar por la melodía
de dulces boleros y antiguos tangos, que a esa hora sonaban en la emisora La
voz del nevado, hasta que alguno de los dos era vencido por el sueño, y el
otro, no tenía más remedio que rendirse también.
Nosotros, en
cambio, me refiero a mis padres y mi hermana, imagino que pensábamos en cosas
distintas, no solo porque éramos diferentes, sino, porque nuestras preocupaciones
lo eran por cuenta de nuestras edades, deseos y ambiciones en la vida. A Nohra
y Ricardo, mis padres, por ejemplo, les quitaba el sueño las numerosas deudas,
la promesa de una casa propia y un legado que dejar a sus hijos; esa
responsabilidad impuesta que solo conocen los que han sido padres, por decisión
o accidente, y que cuando no se alcanza termina siendo una pesada cruz que arrastras
por la vida condenándote al fracaso.
Mi hermana y yo
éramos apenas unos jovencitos confusos, que dejábamos nuestros trajes de niños
para convertirnos en temidos adolescentes, que como todos, o casi todos,
daríamos dolores de cabeza a la familia. No solo nuestros cuerpos cambiaban,
también nuestras mentes, nuestros gustos por la música, la manera de vestir, la
intimidad y el territorio que marcamos al tirar las puertas de nuestros cuartos
para encerrarnos, la nueva manera de protestar las ordenes que nuestros padres
nos daban; ese mundo que ellos habían construido con tanto esfuerzo y, que
nosotros entonces, nos disponíamos a derrumbar para hacer con sus restos uno
propio.
Todo en esta casa, que ahora se venderá,
todo aquí entre estas cuatro paredes, en estos márgenes que contuvieron nuestra
sentimentalidad y nuestra historia, está hecho con los olores del dulce de
guayaba preparado por la abuela, la visita una vez al año de familiares
extraños y queridos, la fragancia de pino de la colonia que el abuelo usaba
después de la afeitada, los olores guardados en los cajones vacíos de la vieja
máquina de coser, Singer Modelo Esfinge Sphinx, que la compañía norteamericana
fabricó en el año 1912, el sonido metálico de la vieja nevera General
Electric, que estuvo siempre junto al comedor y no en la cocina, la música que producía
la lluvia al tocar el tejado de zinc, el reloj de péndulo colgado en una de las
paredes de la sala y, del que a veces, en las noches de insomnio, podía escuchar
como su segundero clavaba el tiempo en el aire estancado de la casa.
El recuerdo también está hecho por el
olor del menticol y la pomada Vick VapoRub que los abuelos usaban cada noche
antes de dormir, por el olor a pan recién hecho y a café recién colado por las
mañanas, al mirto florecido del antejardín, al jabón de la tierra que mi padre
usaba para bañarse los domingos.
Esta casa, el color de los muebles, las
colchas de retazos para las camas, las carpetas de mesa, las delicadas
porcelanas alemanas, bailarinas sin una mano, algunas con los pies rotos, la
caja de los hilos y las agujas, el botiquín de primeros auxilios arriba del
espejo principal en el baño, los álbumes familiares, esas viejas fotografías
que nos contaban de dónde veníamos y a dónde habíamos llegado, las tijeras de
podar los rosales del patio, los almanaques pegados detrás de la puerta de la
cocina, con los días especiales marcados con tinta roja.
Ahora tendremos que desenterrar nuestros
recuerdos, despegarnos de la materialidad que sembramos en sus paredes y los
objetos, buscar un lugar provisional a donde llevarlos, abrigarlos, dotarlos
una vez más de significado para que no sean memorias desvalidas, a las que les
hace falta algo.
Llevaremos la casa a cuestas, no sus
ladrillos, que cuando esté vacía se quedarán mudos otra vez bajo el papel de
colgadura. Cargaremos sí con sus olores, con las imágenes que nos concedió la
estancia en ella, con la alegría de los encuentros y la contrariedad de los que
no fueron, con el recuerdo de los que están muertos y el eco de la vida que
alimentamos con la fuerza de las costumbres.
hasta ahora es mi mejor relato, valió la espera aparente
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