sábado, 28 de octubre de 2017

Una familia como todas

Bastaría con decir que ante la idea de abandonar la casa, por su inminente venta, la gente podría creer, especialmente los nostálgicos, que en sus paredes y rincones se quedarían para siempre parte de nuestras vidas, pero no fue así, porque la casa éramos nosotros, no importaba a dónde fuéramos.

Pese a ello, a lo largo de los tres meses que duraron los preparativos para dejarla, entre los que se contaba, por supuesto, la búsqueda de una nueva, no fue fácil ponernos de acuerdo, aunque al final encontraríamos la manera de hacerlo. No porque hubiésemos tendido puentes de entendimiento entre nosotros, sino, porque, el proceso nos unió inesperadamente.

Al principio, tal vez movidos por la rabia y la frustración, quisimos irnos lo más lejos posible del barrio, como si sembrando esa distancia lográramos dejar atrás y, para siempre, los recuerdos que nos unían con la gente que creció junto a nosotros y a la casa.

Sin embargo, hoy creo que, no haber tomado una decisión apresurada y pensar mejor las cosas, nos sirvió para reducir el radio de búsqueda y centrarnos en encontrar una casa que estuviera cerca de la que toda la vida fue nuestra, al fin y al cabo aquí pasamos más de la mitad de nuestra vida.  

Tal vez la idea de irnos vino primero cuando el barrio comenzó a cambiar y, la gente que había llegado a finales de los años cincuenta, como las tías Herminia y Mercedes, comenzó a morirse o a mudarse.

De alguna forma esas ausencias comenzaron a hacernos sentir más solos, nosotros que fuimos tan conservadores, tan poco abiertos a los cambios, nos afectó tener que relacionarnos con las familias que de a poco fueron repoblando el barrio. Muchos de ellos procedentes de lugares marginales que estaban en la periferia del nuestro, fundados contra viento y marea por hombres y mujeres, que huyendo de la violencia en los campos, quisieron asegurarse un sitio en la ciudad para salvar sus vidas y la de sus hijos.

Tal vez no nos gustaba su estilo de vida, la música popular a todo volumen, las fiestas hasta el amanecer, sus casas convertidas en cantinas detestables todos los domingos, los gritos para entenderse o comunicarse la lista de la compra en la tienda, el olor de sus cocinas y lo que en ellas se cocinaba, los niños semidesnudos y sucios deambulando por los andenes, la ropa extendida en sus ventanas y esa manera de mirarnos cuando nos los encontrábamos en la calle.

Pese a ello con algunos trabamos una relación formal, basada en la buena educación, buenos días vecino, buenas tardes, que tenga buena noche, y eso era todo, aunque muchos de ellos nos tildaban de arrogantes y orgullosos, qué se han creído estos que también van al baño, se oía decir.

No sentíamos asco, como escuchamos a uno de ellos comentar en la tienda una mañana, no, cómo iba a ser posible que sintiéramos asco por nuestros vecinos, por el prójimo, solo no nos importaba lo que hicieran de la puerta de sus casas para adentro, lo que nos molestaba era el ruido que producían y por eso tratábamos de tener el mínimo contacto con ellos, y sin embargo, si alguna vez hubieran necesitado algo, nosotros, por educación, habríamos acudido como la sangre a la herida.    

Es verdad que las cosas habían comenzado a cambiar, la seguridad no era la misma, los tiempos habían cambiado, ya no se podía dejar la puerta abierta ni salir con tranquilidad a tomar el fresco de la noche en el antejardín, ya era un riego, inclusive, salir a la tienda o llegar tarde en la noche o la madrugada.

Mi madre no dormía pensando en dónde estaríamos y a qué hora golpearíamos a la puerta, o llegarían malas noticias de nosotros, cosa que por fortuna nunca ocurrió. Nos encomendaba a los santos y a los ángeles para que nos protegieran de todo mal y, pese a que siempre tuvimos llave para entrar en casa, de nada servía porque la paranoia era tan asfixiante que a la puerta principal se le ponía pasador una vez cenábamos y levantábamos la mesa.

Los vecinos que se fueron a otros barrios, esos pocos que alcanzaron a subirse al tren de la movilidad social y ascender de estrato, cambiar el carro, sumar a sus ahorros en el banco, comprar una finca o una casa donde pasar las vacaciones, viajar una vez al año a la costa o al extranjero, poner a sus hijos en colegios privados, pedir comida a domicilio los sábados y domingos, pagar semanalmente la peluquería de las señoras, ahora más dignas y de mejor familia, olvidaron el camino al lugar donde nacieron. Y pensar que todos tendrán que volver porque a solo dos cuadras de aquí está la ciudad de los muertos.

Muchos de ellos ya ni te saludaban cuando te los encontrabas en el centro de Ibagué, preferían hacerse los locos, o los muertos, cambiar de acera, entrar a un almacén para escabullirse y cuando ya no tenían manera de evadirnos, saludaban levantando desganados una mano o la cabeza para decir hola y adiós.

El chisme, los comentarios mal intencionados, la gente nueva que fue llegando con sus malas costumbres y pésima educación, fueron, entre otros sucesos, factores que alimentaron nuestra decisión de marcharnos. Por estas razones nos sentimos amenazados, cercados por la insolencia, como si la tranquilidad que hizo que en otro tiempo echáramos raíces en ésta lugar se marchitara de un día para otro dejándonos expuestos y vulnerables.

En algún momento mi hermana y yo nos entusiasmamos con el cambio, como cuando éramos pequeños y la novedad de ocupar una nueva casa nos hacía sentir como verdaderos niños, pero ya estábamos bastante grandes para dejar salir con naturalidad la alegría de dejar el pasado atrás y enfrentarnos a lo desconocido, por eso tal vez, en nuestro interior, llegamos a desear que el negocio se deshiciera, que los nuevos dueños no llegaran con el dinero y su trasteo y nosotros tuviéramos que abandonar la casa.

Pero a medida que se acercaba la fecha todo se volvió más tenso. Empacar fue lo peor, había tantas cosas que embalar, cuadros, fotografías, mesas, camas, ropa, libros, copas, platos, ollas, sartenes, nevera, lavadora, baldes, sillas, plantas, en fin, la lista era larga pero nada distinta a la de cualquier trasteo.

Todo era extraño, a todos nos embargaba la sensación de perder algo y para siempre, creo que a ninguno de nosotros se nos llegó a pasar por la cabeza que algún día tendríamos que empacar nuestras cosas y largarnos, dejar todo atrás y comenzar de nuevo. El ser tan conservadores nos permitía establecer, donde estuviéramos, una especie de trinchera, de zona de confort, como si los lugares que ocupas te fueran dados para siempre, y tú, con el tiempo, te convirtieras en parte de ellos y no pudieras explicarte o imaginar vivir en otro lugar, como si fuera imposible empezar de cero a construir otra historia, y dejar ésta, la que hicieron Herminia y Mercedes desde que llegaron aquí en 1957, y continuaron mis abuelos Inés y Ramón hasta nuestros días.


Es que no sólo teníamos que hacernos a la idea que ya estas paredes y este techo no nos protegerían de nada, que el calor humano que alimentamos no nos abrazaría más ni nos haría sentirnos protegidos, en casa, esa palabra, apenas dos silabas, pero tan poderosa al mismo tiempo, comenzaba a perder su significado, a dónde llevaríamos ahora ese valor, su contenido familiar, su historia, sus secretos, si todo aquí era tan personal, tan de nosotros, no importaba cuantos años tuviera o a quién hubiera pertenecido, aquí fuimos una familia, como todas, o casi todas.        

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