miércoles, 30 de agosto de 2017

El fuego de la memoria también quema

“Almas señor, dame almas, lo demás no importa…”
San Antonio María Claret (1807-1870)

Alguien más, antes, había escrito estas palabras. Y sobre esas palabras, sobre esas acciones convertidas ahora en signos y recuerdos, otros habían hecho lo mismo, una especie de reescritura familiar, un legado que debía, por alguna razón, perpetuarse.

No creo que ninguno de ellos sintiera, yo no lo siento, tener a cargo una tarea mesiánica y que con ello salváramos a alguien. Tal vez esas palabras sobre palabras buscaban arar su propio camino, trazar sobre el papel un puñado de experiencias vitales, cómo si su verbo no hubiese sido lo suficientemente fuerte para escarbar en la tierra y sembrar la semilla de la memoria y, que adelante, alguien, recogiera sus frutos en rama como si fueran recuerdos.

Miguel y Gregorio, hijos de Inés y Ramón, lo intentaron. Cada uno, en circunstancias distintas, encontró la manera de llegar al corazón de los hechos. Ambos habían conocido de primera mano las historias de la migración de sus padres y abuelos, los obstáculos que encontraron al bajar de la montaña y llegar sin nada entre las manos a una Ibagué fracturada política y socialmente, como hoy, porque nada o casi nada ha cambiado desde 1950.

Cada uno, a veces de manera consciente, otras sólo empujados por la curiosidad de llenar los vacíos que tienen las historias familiares, sobre todo ese capítulo dedicado a las vergüenzas sociales, hechos inconfesables que cargamos todas las familias, sin excepción, indagaba a Inés y Ramón con preguntas básicas de fechas de nacimientos, matrimonios, infidelidades, problemas físicos, de salud, y la inefable muerte.

Así, de a poco, cada uno fue construyendo sus propias referencias familiares, sus dudas y cavilaciones. Mientras que estuvieron en casa, antes de que se casaran y fundaran lejos de Ibagué sus propias familias, era fácil cada tarde después de la siesta, sentarse con Ramón o con Inés, que era la que más hablaba porque recordaba con cierta precisión algunos datos que Ramón había comenzado a olvidar.

Entonces comenzaba el carrusel de preguntas y con cada respuesta los tíos Miguel y Gregorio iban tejiendo sus conjeturas, intentando llenar ese vacío causado por la vergüenza social, el hambre, la pobreza y las enfermedades. Tonterías y taras de la educación del siglo diecinueve.

Si bien es cierto, por ejemplo, que la mañana del domingo 10 de mayo de 1936 Federico había dejado esperando en el altar de la Catedral de Nuestra Señora del Carmen, del Líbano Tolima, a Teresa Delgado, su prometida, porque tarde había descubierto que su corazón no le pertenecía a las mujeres sino a los hombres, especialmente a Rodrigo, a nadie le importó con los años que la familia fuera entonces señalada por el pueblo de malos hábitos, de prácticas desvergonzadas, que algunas beatas relacionaban con el mismo demonio.

Al final esa y otras historias harían parte de un amplio anecdotario que cada uno fue haciendo suyo, como si fuera una pequeña enciclopedia de hechos familiares; enciclopedia sin fotos, sólo pedazos de historias que nos decían algo, sólo si eran narradas, contadas en familia o con amigos, porque de otra forma estarían muertas como ellos.

Cuando se casaron, primero Gregorio en Ibagué, y después Miguel en Tuluá, y cada uno levantó su rancho aparte, como era natural, sólo en las visitas esporádicas a Ibagué, y en medio del entusiasmo alcohólico, cada uno sacaba su repertorio de anécdotas familiares, algunas veces corregidas en fechas y otras minucias, no menos importantes, por la abuela Inés o por Ramón.

Entonces los hechos eran contados una vez más, diferente cada vez, nunca igual porque la memoria y el recuerdo nunca son iguales, están vivos, se modifican, se transforman según el corazón de los hombres o las mujeres que los narran. 

El fuego de la memoria era avivado una vez más, alguien, en medio de rancheras y boleros, y copas de ginebra estrellándose para brindar, retomaba el hilo de la historia, no sólo para hablar de algo, no, la intención siempre fue recordar a nuestros ancestros, reír con sus metidas de pata, aplaudir sus pequeños aciertos, glorificar sus escasas hazañas.

Esa alegría se extinguía en la madrugada cuando el alcohol y las diferencias taladraban el corazón de la familia y las humillaciones y las ofensas aparecían para marcar el fin de la noche.

Una vez más los visitantes harían sus maletas, a veces al instante en que todo explotaba, o a primera hora de la mañana si los ruegos de Inés y Ramón surtían efecto para aplacar los ánimos. Algo dividía el corazón de los hermanos. Qué cosas no habían logrado conciliar en el pasado, por qué caían tan bajo. Desfigurados se escupían en la verja de la casa, o en la calle, intimidades familiares para aplastarse, la razón de ser y estar ya no era el fuego, había que humillar y reducir al otro al silencio, devastarlo.


Algunas de las heridas tardarían en sanar, para otras no había cicatriz posible. Y así, con nuevos odios y mezquindades el fuego seguiría ardiendo, no digo que el amor no se sintiera, que los gestos de cariño y solidaridad no fueran parte de nosotros que nos queríamos tanto, tal vez al amor también le pertenecía la maleza que muchas veces ensombreció las reuniones familiares y las vacaciones de los que entonces éramos apenas unos niños.   

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