Ordenabas las horas entre ir a la
iglesia del Espíritu Santo, que estaba muy cerca de la casa y visitar a los
enfermos. Creo que eso no sólo sabías cómo hacerlo, ya que habías cuidado años
atrás a las tías Herminia y Mercedes hasta la muerte, cómo también lo hiciste
con Inés y Ramón, tus padres, sino que encontrabas en ello una extraña
disposición, un mandato interior, algo parecido a la virtud y la caridad.
A veces, también, ibas al convento de
las hermanas de la Caridad del Buen Pastor, en Las Brisas, el barrio de tu
infancia, ubicado a sólo una cuadra de donde viviste con Ramón e Inés, y donde años
más tarde, cuando decidiste abandonar tus poderes para ver en el pasado el
futuro de la gente, comenzarías a
trabajar en el apostolado que pretendía sacar a las prostitutas de la calle y
darles una oportunidad de trabajo digno.
Cuidar a los enfermos. Vaya apostolado.
Eso de despojarte de tu tiempo y entregarlo todo con devoción y en silencio,
eso de olvidarte de tus vanidades y entregarte al servicio de los otros y
padecer con ellos sus enfermedades, su dolor y su lento desvanecer.
La primera vez que mamá cuidó de
alguien, que intentó sanarlo, fue a mí. Entonces yo tenía seis o siete años, y
con café detuvo la hemorragia de uno de los dedos de mi mano izquierda. Luego
de algunos minutos la lavaste y ya menos enojada, me hiciste recomendaciones
sobre los peligros en los que incurría si seguía trepando a los árboles como un
mono.
La segunda vez fue al abuelo. El herpes
Zóster, o la culebrilla, apareció de la noche a la mañana alrededor de su
cintura amenazando con darle la vuelta y completar el círculo fatal. No nos
permitías, a mi hermana y a mí, entrar a su cuarto a ver lo que hacías para
frenar la erupción. Sin embargo, como todos los niños, creo, encontramos la
forma de enterarnos.
Primero limpiabas con agua hervida
alrededor de esa llaga larga, y luego la llaga misma. Después, con una crema
que tú y la abuela prepararon con las indicaciones de alguna vecina, aplicabas
con delicadeza el menjurje que el abuelo sentía como un gran alivio, como si
las manos y la crema fueran un abrazo milagroso que espantaba la molestia y el
dolor.
El miedo a que las puntas de la
culebrilla se encontraran y el abuelo pudiera morir, según se decía, fue una
vez más un momento de incomprensión acerca de la muerte. Algo extraño que aun
hoy divide mi alma.
Las curaciones que hiciste al abuelo
surtieron efecto dos meses después deteniendo la culebrilla y la muerte. No
recuerdo cuántas veces más te vimos haciendo las veces de médico, sanando y
protegiendo a los tuyos y a los ajenos, pero sí recuerdo cómo cuidaste a la
abuela Inés, cómo padeciste con ella el dolor del cáncer que poco a poco la fue
dejando en los huesos y sin la posibilidad de comer nada sólido, alimentada
nada más que por esa sonda, la última línea de vida que tuvo.
La aseabas con devoción en su habitación
ante la dificultad que implicaba desplazarla hasta el único baño de la casa.
Ingresabas al cuarto, el mismo que ahora ocupas tú y el mismo que ocupó
entonces Mercedes y antes Ana Felix, con el agua tibia, las cremas y los
aceites para limpiar las escaras de su cuerpo, que en los últimos meses de
vida, si eso era la vida, no pudo levantarse.
Imagino que la devoción son tus manos y
que las palabras de amor con las que le hablabas, casi que al oído, hacían
parte de la preparación para la muerte, un déjate ir mamá, no sufras más, allá
hay un lugar para ti, no te preocupes por nosotros que sabremos llevar el dolor
de tu ausencia, deja ya esa cruz que nosotros llevaremos con piedad para que tu
descanses.
El día que la abuela murió habíamos
pasado, con la ayuda de mi hermana y de don Gabriel, nuestro vecino evangélico,
a la abuela en un colchón para el cuarto donde ahora está mi estudio. Ese día
no te alejaste ni un instante de ella, ni tú ni mi hermana, las dos estuvieron
allí orando, cuidando sus últimos momentos sobre esta tierra, acompañando sus
miradas al vacío y su último aliento en esta casa.
Yo no pude. No era que no quisiera, no,
no podía soportar, nunca pude, ver a alguien que amo sufrir un dolor físico o
espiritual, me causaba una reacción de impotencia, incluso podía quemarme la
ira y la violencia y romperlo todo. Solo pasaba y te miraba pero ya no estabas
aquí, tus ojos ya no tenían esa mirada de bondad y de ternura conmigo, ya no
estabas en ese cuerpo que tanto dolor había soportado.
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