viernes, 25 de agosto de 2017

Cuidar a los enfermos

Ordenabas las horas entre ir a la iglesia del Espíritu Santo, que estaba muy cerca de la casa y visitar a los enfermos. Creo que eso no sólo sabías cómo hacerlo, ya que habías cuidado años atrás a las tías Herminia y Mercedes hasta la muerte, cómo también lo hiciste con Inés y Ramón, tus padres, sino que encontrabas en ello una extraña disposición, un mandato interior, algo parecido a la virtud y la caridad.

A veces, también, ibas al convento de las hermanas de la Caridad del Buen Pastor, en Las Brisas, el barrio de tu infancia, ubicado a sólo una cuadra de donde viviste con Ramón e Inés, y donde años más tarde, cuando decidiste abandonar tus poderes para ver en el pasado el futuro de la gente, comenzarías a trabajar en el apostolado que pretendía sacar a las prostitutas de la calle y darles una oportunidad de trabajo digno.

Cuidar a los enfermos. Vaya apostolado. Eso de despojarte de tu tiempo y entregarlo todo con devoción y en silencio, eso de olvidarte de tus vanidades y entregarte al servicio de los otros y padecer con ellos sus enfermedades, su dolor y su lento desvanecer.  

La primera vez que mamá cuidó de alguien, que intentó sanarlo, fue a mí. Entonces yo tenía seis o siete años, y con café detuvo la hemorragia de uno de los dedos de mi mano izquierda. Luego de algunos minutos la lavaste y ya menos enojada, me hiciste recomendaciones sobre los peligros en los que incurría si seguía trepando a los árboles como un mono.

La segunda vez fue al abuelo. El herpes Zóster, o la culebrilla, apareció de la noche a la mañana alrededor de su cintura amenazando con darle la vuelta y completar el círculo fatal. No nos permitías, a mi hermana y a mí, entrar a su cuarto a ver lo que hacías para frenar la erupción. Sin embargo, como todos los niños, creo, encontramos la forma de enterarnos.

Primero limpiabas con agua hervida alrededor de esa llaga larga, y luego la llaga misma. Después, con una crema que tú y la abuela prepararon con las indicaciones de alguna vecina, aplicabas con delicadeza el menjurje que el abuelo sentía como un gran alivio, como si las manos y la crema fueran un abrazo milagroso que espantaba la molestia y el dolor.

El miedo a que las puntas de la culebrilla se encontraran y el abuelo pudiera morir, según se decía, fue una vez más un momento de incomprensión acerca de la muerte. Algo extraño que aun hoy divide mi alma.

Las curaciones que hiciste al abuelo surtieron efecto dos meses después deteniendo la culebrilla y la muerte. No recuerdo cuántas veces más te vimos haciendo las veces de médico, sanando y protegiendo a los tuyos y a los ajenos, pero sí recuerdo cómo cuidaste a la abuela Inés, cómo padeciste con ella el dolor del cáncer que poco a poco la fue dejando en los huesos y sin la posibilidad de comer nada sólido, alimentada nada más que por esa sonda, la última línea de vida que tuvo.

La aseabas con devoción en su habitación ante la dificultad que implicaba desplazarla hasta el único baño de la casa. Ingresabas al cuarto, el mismo que ahora ocupas tú y el mismo que ocupó entonces Mercedes y antes Ana Felix, con el agua tibia, las cremas y los aceites para limpiar las escaras de su cuerpo, que en los últimos meses de vida, si eso era la vida, no pudo levantarse.

Imagino que la devoción son tus manos y que las palabras de amor con las que le hablabas, casi que al oído, hacían parte de la preparación para la muerte, un déjate ir mamá, no sufras más, allá hay un lugar para ti, no te preocupes por nosotros que sabremos llevar el dolor de tu ausencia, deja ya esa cruz que nosotros llevaremos con piedad para que tu descanses.

El día que la abuela murió habíamos pasado, con la ayuda de mi hermana y de don Gabriel, nuestro vecino evangélico, a la abuela en un colchón para el cuarto donde ahora está mi estudio. Ese día no te alejaste ni un instante de ella, ni tú ni mi hermana, las dos estuvieron allí orando, cuidando sus últimos momentos sobre esta tierra, acompañando sus miradas al vacío y su último aliento en esta casa.

Yo no pude. No era que no quisiera, no, no podía soportar, nunca pude, ver a alguien que amo sufrir un dolor físico o espiritual, me causaba una reacción de impotencia, incluso podía quemarme la ira y la violencia y romperlo todo. Solo pasaba y te miraba pero ya no estabas aquí, tus ojos ya no tenían esa mirada de bondad y de ternura conmigo, ya no estabas en ese cuerpo que tanto dolor había soportado.

Y sin embargo esa noche me fui buscando a los amigos y las cervezas bajo la mirada acusadora de mi madre y de mi hermana, que me reprochaban el dejarlas solas justo cuando la abuela agonizaba. Por algo tuve que entrar en la habitación, algo que ya no recuerdo, y ante la estrechez del cuarto y la de mi corazón, tuve que pasar por encima de ella, que para mí estupor, arrojó una última mirada sobre mi cuerpo, mi cuerpo y mi alma de 23 años joven y miserable, fue una mirada llena y vacía al mismo tiempo, dura, fría, estaba pasando por encima del cadáver de mi abuela.

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