miércoles, 23 de agosto de 2017

Sagrado lunes

El ritual de visitar las tumbas de los familiares, llevarles flores, volver a llorar, no con la misma intensidad de cuando murieron, no, por supuesto que no, tenía la intensión de avivar el recuerdo que se extinguía en el vacío que habían dejado y al que nos costó acostumbrarnos.  

Entonces volvían a vestirse de luto, no había retoques frente al espejo excepto para mirar que el chal les quedara bien puesto y que el cabello estuviera organizado. Cerraban con llave los cuartos, la puerta de salida de la casa y partían rumbo al cementerio con la monedera apretada entre sus manos, donde guardaban el dinero para pagar las flores y el agua, que un niño del barrio El Bosque llevaba en un balde desvencijado hasta la tumba para limpiar la lápida. También, en esos monederos, guardaban el diezmo que ofrecían religiosamente todos los lunes en la misa de las cinco y media de la tarde.

El cementerio San Bonifacio estaba a dos cuadras de la casa. Así que caminaban sin prisa, como lo hacía tanta gente hasta la ciudad de los muertos. Así aprendí que, al menos en casa, los lunes era un día dedicado a los muertos, a recordarlos, sin importar si sus vidas fueron épicas o extraordinarias, si los habíamos amado u odiado.  

La costumbre de visitar las tumbas de nuestros muertos duraba el tiempo que estuvieran enterrados. Luego, cuando llegaba el momento de desenterrar sus restos para llevarlos a un osario, las visitas a los osares se hacían esporádicas. La última vez que lo hice fue con mamá. Como muchas de las cosas relacionadas con los ritos sagrados del catolicismo, eran momentos a los que llegaba por impulso, porque me parecía bien, de repente, acompañar a mamá, hacerle sentir que no estaba sola, que de alguna forma podía contar conmigo. Creo que lo hacía como un acto solidario, humano, al fin y al cabo ella era mi madre y ellos mis muertos.

El osario de entonces del cementerio San Bonifacio era muy estrecho y oscuro. Las pequeñas bóvedas donde reposaban los restos del tío Miguel y el abuelo Ramón estaban en el mismo pabellón, una enseguida de la otra. Allí descansaban para siempre.

Los huesos de padre e hijo en esa pequeña bóveda gris, con sus nombres grabados en letra cursiva, negra, y la fecha de sus nacimientos y muertes. Se acostumbraba a tocar la pequeña lápida con los nudillos del puño de la mano derecha cerrada, como quien toca una puerta para que le abran, para avisar que ahí estábamos, que habíamos vuelto, que no los habíamos olvidado. Yo la verdad no entendía muy bien que hacía ahí, aunque sabía que estaba ahí por mi madre y no por ellos, a quienes en vida amé profundamente, bueno, como un niño de doce años podía hacerlo entonces y como un hombre cercano a los cuarenta ahora podía recordarlos.
Pese a sentirme algo tonto, me persignaba con respeto, como creía que debía ser cuando se recuerda a alguien que está muerto, cuando se ora por alguien que está muerto. De todas formas respetaba la manera delicada en que mi madre cerraba los ojos, y entre los dientes, pronunciaba una oración. No dejaba de ser un momento de recogimiento, una tarea aprendida con dolor desde el mismo momento de sus muertes.    
Con la abuela Inés fue diferente. Al menos de parte mía no hubo visitas ni a su tumba ni al osario, pese a que yo era su nieto preferido. Y tal vez fue eso lo que me hizo sentir en deuda con ella durante muchos años. Por eso, creo, acompañé a mamá a la exhumación de sus restos.

Ahí estábamos los dos sin saber en qué estado íbamos a encontrar el cuerpo, o lo quedaba de él. Nos paramos unos metros atrás de los dos obreros que abrían la bóveda donde cinco años atrás habíamos dicho adiós a la abuela. Los dos hombres rompían a punta de cincel y martillo los bordes de la lápida para no romperla. No entendía por qué si ya había cumplido su tiempo. A lo mejor para revenderla en las marmolerías ubicadas al frente del cementerio, donde con seguridad la pulirían borrando su nombre y las fechas de su llegada y partida de este mundo. Nada se desperdicia, ni siquiera después de muertos.

Los dos hombres bajaron con mucha cautela el desteñido cajón de madera, que mi madre y yo habíamos elegido en el sótano de la funeraria La ley del tiempo cinco años atrás, la noche en que la abuela murió. Mientras los dos hombres hacían descender el astillado cajón del cuarto nivel del pabellón número seis, mi madre y yo enterramos la mirada en el piso hasta que lo que quedaba del féretro fue puesto sobre una carretilla, las mismas que se usan en la construcción para transportar arena, ladrillos o cemento.

Los dos obreros llevaron la carga hasta un pequeño patio donde se arrojaba la basura, o al menos eso parecía. El lugar era un muladar. Montones de coronas funerarias se marchitaban bajo el sol canicular de agosto y astillas de otros ataúdes de madera sobresalían como espolones adentro de tres canecas sucias y oxidadas, puestas en una de las esquinas del patio.

Antes de romper el cajón uno de los hombres nos preguntó si nos quedaríamos para ver, y mi madre y yo contestamos que sí, asintiendo con la cabeza y sin decir una palabra.

El cuerpo está entero, hay que partirlo, dijo el sepulturero, al destrozar con una pequeña hacha lo que quedaba del cajón de madera. Mi madre y yo soportamos en silencio la escena. Cuando el hombre terminó de cortar el cuerpo, que había salido casi entero, momificado, dispuso los huesos en la pequeña caja que mi madre había comprado días atrás a las afueras del cementerio.  

Como algunos de los huesos no cabían en la caja, el hombre tuvo que volver a cortar algunas partes, especialmente los femorales, para que cupieran en el pequeño cajón color caoba, el último vestido de la abuela. El calor aquella tarde era insoportable y el olor a tierra húmeda y a flores podridas que saturaban el aire, haciendo difícil la natural tarea de respirar, se quedaría el resto del día en mi nariz y la boca. Después de sellar la caja y hacer el papeleo correspondiente llevamos los restos de la abuela al osario, junto a los del tío Miguel y el abuelo Ramón, donde mamá dejó unos claveles blancos, que tanto le gustaban a la abuela, y una veladora encendida, antes de marcharnos en silencio de vuelta a la casa.  

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