El ritual de visitar las tumbas de los familiares,
llevarles flores, volver a llorar, no con la misma intensidad de cuando
murieron, no, por supuesto que no, tenía la intensión de avivar el recuerdo que
se extinguía en el vacío que habían dejado y al que nos costó acostumbrarnos.
Entonces volvían a vestirse de luto, no
había retoques frente al espejo excepto para mirar que el chal les quedara bien
puesto y que el cabello estuviera organizado. Cerraban con llave los cuartos,
la puerta de salida de la casa y partían rumbo al cementerio con la monedera
apretada entre sus manos, donde guardaban el dinero para pagar las flores y el
agua, que un niño del barrio El Bosque llevaba en un balde desvencijado hasta
la tumba para limpiar la lápida. También, en esos monederos, guardaban el
diezmo que ofrecían religiosamente todos los lunes en la misa de las cinco y
media de la tarde.
El cementerio San Bonifacio estaba a dos
cuadras de la casa. Así que caminaban sin prisa, como lo hacía tanta gente
hasta la ciudad de los muertos. Así aprendí que, al menos en casa, los lunes
era un día dedicado a los muertos, a recordarlos, sin importar si sus vidas
fueron épicas o extraordinarias, si los habíamos amado u odiado.
La costumbre de visitar las tumbas de
nuestros muertos duraba el tiempo que estuvieran enterrados. Luego, cuando llegaba
el momento de desenterrar sus restos para llevarlos a un osario, las visitas a
los osares se hacían esporádicas. La última vez que lo hice fue con mamá. Como
muchas de las cosas relacionadas con los ritos sagrados del catolicismo, eran
momentos a los que llegaba por impulso, porque me parecía bien, de repente,
acompañar a mamá, hacerle sentir que no estaba sola, que de alguna forma podía
contar conmigo. Creo que lo hacía como un acto solidario, humano, al fin y al
cabo ella era mi madre y ellos mis muertos.
El osario de entonces del cementerio San
Bonifacio era muy estrecho y oscuro. Las pequeñas bóvedas donde reposaban los
restos del tío Miguel y el abuelo Ramón estaban en el mismo pabellón, una
enseguida de la otra. Allí descansaban para siempre.
Los huesos de padre e hijo en esa
pequeña bóveda gris, con sus nombres grabados en letra cursiva, negra, y la
fecha de sus nacimientos y muertes. Se acostumbraba a tocar la pequeña lápida con
los nudillos del puño de la mano derecha cerrada, como quien toca una puerta
para que le abran, para avisar que ahí estábamos, que habíamos vuelto, que no
los habíamos olvidado. Yo la verdad no entendía muy bien que hacía ahí, aunque
sabía que estaba ahí por mi madre y no por ellos, a quienes en vida amé
profundamente, bueno, como un niño de doce años podía hacerlo entonces y como
un hombre cercano a los cuarenta ahora podía recordarlos.
Pese a sentirme
algo tonto, me persignaba con respeto, como creía que debía ser cuando se recuerda
a alguien que está muerto, cuando se ora por alguien que está muerto. De todas
formas respetaba la manera delicada en que mi madre cerraba los ojos, y entre
los dientes, pronunciaba una oración. No dejaba de ser un momento de
recogimiento, una tarea aprendida con dolor desde el mismo momento de sus
muertes.
Con la abuela Inés fue diferente. Al
menos de parte mía no hubo visitas ni a su tumba ni al osario, pese a que yo
era su nieto preferido. Y tal vez fue eso lo que me hizo sentir en deuda con
ella durante muchos años. Por eso, creo, acompañé a mamá a la exhumación de sus
restos.
Ahí estábamos los dos sin saber en qué
estado íbamos a encontrar el cuerpo, o lo quedaba de él. Nos paramos unos
metros atrás de los dos obreros que abrían la bóveda donde cinco años atrás
habíamos dicho adiós a la abuela. Los dos hombres rompían a punta de cincel y
martillo los bordes de la lápida para no romperla. No entendía por qué si ya
había cumplido su tiempo. A lo mejor para revenderla en las marmolerías
ubicadas al frente del cementerio, donde con seguridad la pulirían borrando su
nombre y las fechas de su llegada y partida de este mundo. Nada se desperdicia,
ni siquiera después de muertos.
Los dos hombres bajaron con mucha
cautela el desteñido cajón de madera, que mi madre y yo habíamos elegido en el
sótano de la funeraria La ley del tiempo cinco
años atrás, la noche en que la abuela murió. Mientras los dos hombres hacían
descender el astillado cajón del cuarto nivel del pabellón número seis, mi
madre y yo enterramos la mirada en el piso hasta que lo que quedaba del féretro
fue puesto sobre una carretilla, las mismas que se usan en la construcción para
transportar arena, ladrillos o cemento.
Los dos obreros llevaron la carga hasta
un pequeño patio donde se arrojaba la basura, o al menos eso parecía. El lugar
era un muladar. Montones de coronas funerarias se marchitaban bajo el sol
canicular de agosto y astillas de otros ataúdes de madera sobresalían como
espolones adentro de tres canecas sucias y oxidadas, puestas en una de las
esquinas del patio.
Antes de romper el cajón uno de los
hombres nos preguntó si nos quedaríamos para ver, y mi madre y yo contestamos
que sí, asintiendo con la cabeza y sin decir una palabra.
El cuerpo está entero, hay que partirlo,
dijo el sepulturero, al destrozar con una pequeña hacha lo que quedaba del
cajón de madera. Mi madre y yo soportamos en silencio la escena. Cuando el
hombre terminó de cortar el cuerpo, que había salido casi entero, momificado,
dispuso los huesos en la pequeña caja que mi madre había comprado días atrás a
las afueras del cementerio.
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