La primera vez que vi un muerto fue en
la casa de los Castro, que estaba a un lado de la nuestra en el barrio Las
Brisas. Yo tenía seis o siete años. Los gritos, que poco tiempo después reconocería
como los del dolor, en vez de espantarme me impulsaron hasta allí, donde entré
sin que ningún adulto me detuviera.
En mi recuerdo la casa estaba vacía,
quiero decir; cada cosa parecía ocupar su lugar, la pequeña sala dispuesta para
recibir visitas, el comedor de seis puestos, las fotografías familiares en las
paredes y en las mesas auxiliares, pero nadie más excepto ella. ¿Dónde estaban
las personas que lloraban y gritaban con dolor?
Desde el umbral de la puerta de la
habitación pude ver el cuerpo de la mujer, vestido con un largo traje negro, que
estaba extendido sobre la cama. ¿Por qué negro? sus ojos permanecían abiertos, fijos
en la nada y, alrededor de ellos, el color purpura, marchito, que me impresionó
tanto. Fue un golpe emocional muy fuerte, se parecía a mi madre.
Años después comenté la imagen con mamá en
una conversación en la que ambos evocamos sucesos de mi infancia, sobre todo
ella, que me aseguraba que en casa de los Castro nunca había muerto nadie, al
menos mientras vivimos en el barrio. ¿Había yo convertido un sueño en un
recuerdo oscuro, en una ficción?
Era extraño. Si todo me parecía tan
claro de dónde había sacado esa imagen si los sueños se desvanecen con tanta
rapidez al despertar, menos las pesadillas claro está, sobre todo las que se
repiten a lo largo de tu vida. Cómo era posible que mantuviera después de
treinta y cuatro años esa imagen tan nítida en mi recuerdo, tan real.
¿Eso quería decir que ella no estaba
muerta, que era una broma, una pesada broma familiar, una puesta en escena? No sé. No dejaba de ser extraño que en mi
memoria existiera una imagen así, y que yo, tantos años después, siguiera pensando
que era parte de algo vívido, de la realidad, parte de mi memoria infantil.
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