La casa volvió a ser la de antes de la
muerte de las tías Herminia y Mercedes. La de antes de la muerte de los abuelos
Inés y Ramón, una casa con una suave luz de terciopelo amarilla, cálida en las
mañanas y lúgubre al final de la tarde.
Mamá había encontrado entonces en la fe
católica una tabla de salvación para su vida, una especie de bálsamo para su
alma, un balance entre sus pensamientos y sus acciones, que le permitía vivir
en paz consigo misma sin hacerle daño a nadie.
Eso la llevó, como antes lo hicieron las
tías y los abuelos, a colgar de las paredes de su cuarto, con gran devoción,
imágenes de santas y santos, escenas de la vida de cristo, como la de la
oración en el Huerto de Los Olivos y otros como la Santísima Trinidad, que encerraban
el misterio del Dios verdadero. Todo en un mismo lugar. Tres por cuatro.
A lo largo de las paredes del estrecho
corredor que llevaba de la sala comedor a las habitaciones y el baño, el único
en la casa, también dispuso otras imágenes gobernadas por el Sagrado Corazón de
Jesús, entre las que se contaban la de la Virgen del Carmen, que a sus pies
tenía las almas de pequeños hombres y mujeres, atormentados por la culpa, clamando
con los brazos en alto ser salvados, mientras seguían ardiendo en las siniestras
llamas del purgatorio. No se puede vivir sin perdonar.
Así que cada vez que recibíamos una
visita, ellos, los visitantes, tenían que atravesar el largo corredor bajo la
mirada perturbadora de esos pequeños cuadros que removían sus culpas. Nadie se
salvaba. Bastaba ver sus rostros confundidos al regresar del baño, ante la
sensación de respeto y misterio, esa extraña combinación del miedo, que les
imprimía en el alma las imágenes que tanto tiempo estuvieron guardadas.
Esa mañana, a las cinco, la imagen de
mamá arrodillada al final del corredor, me pareció una especie de milagro. Al
salir de mi cuarto tuve la sensación de que tanto ella como yo estábamos
delante de una presencia alada, un misterio, una aparición cercana al milagro.
La casa en penumbra apenas despertaba y ahí estabas mamá, como siempre,
salvándonos con tus ruegos del mal y del desastre. Ese era el milagro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario