viernes, 18 de agosto de 2017

La caligrafía del Sagrado Corazón de Jesús

¿De quién es la caligrafía del libro? ¿Por qué esas anotaciones sobre pagos, abonos, y en sus márgenes observaciones sobre la siembra de semillas? Mamá me dice que la letra es de Mercedes, la hermana de mi abuelo materno, a quien nosotros nos acostumbramos a llamar tía. Su nombre completo era María de las Mercedes. 

En el libro que ahora tengo sobre mi escritorio puede leerse, por ejemplo, que el 7 de enero de 1958, ingresó a la casa el Sagrado Corazón de Jesús. La imagen fue entronizada esa noche, a las 8:30, anotó el abuelo, con la bendición del reverendo Vargas. Las tías, Herminia y Mercedes, habían ocupado la casa junto a su madre Ana Felix, dieciséis meses atrás, la mañana lluviosa del 17 de mayo de 1957, diez días después de la caída de Rojas Pinilla.

¿Cómo habrá sido eso? No la caída del general, en lo que pienso, o trato de imaginar, es en el recibimiento al ícono sagrado. Imagino a las tías, a Herminia y Mercedes, al abuelo Ramón, y a Ana Felix, a quien mi madre llamó siempre con cariño mamá Envin, mirar con piedad el ingreso a la casa de la imagen del santo mayor, esta casa en la que ahora mismo escribo estas palabras. La razón de tener la imagen, escribió el abuelo, fue la de ampararla de ladrones y a sus habitantes de ataques espirituales.  

Al parecer las anotaciones que abarcan la primera parte del libro son de tipo contable, abonos o préstamos a clientes que compraban en la tienda de abarrotes que Gregorio María, padre de Herminia, Mercedes y Ramón, había fundado pocos meses después de haber llegado de Abejorral a Villahermosa, primero, y después al Líbano, cuando el siglo diecinueve apenas despuntaba.  

La tienda vendía telas, vinos, esencias florales y electrodomésticos, entre otros artículos. Entonces era Mercedes la que ayudaba a Gregorio a llevar las cuentas de los abonos que hacían los clientes a los que se les fiaba, porque entonces la palabra valía más que cualquier cosa en el mundo, ingresaba la plata que los clientes pagaban, apuntaba los pedidos y el valor de los artículos, uno por uno, cada detalle que sumara o restara a la contabilidad de la familia era apuntado por Mercedes con pulcritud y belleza, como si estuviera escribiendo un poema y no simples números.  

Después fueron apareciendo las anotaciones del abuelo Ramón. La fecha de llegada de la familia a Ibagué, el alquiler de la primera casa en la veinte con quinta, la compra de esta casa, el día que fue habitada, la fecha en la que sembraron los árboles de naranja, los nacimientos de sus hijos, el casamiento de ellos, la llegada al mundo de sus nietos, la muerte de sus padres y hermanos, y su ingreso a trabajar a la policía como peluquero, entre otros detalles.

Tal vez lo más extraño que el abuelo llegó a consignar en el libro fueron los nombres de los muertos que cada tarde pasaban frente a la casa rumbo al cementerio. Esa parecía ser su singular afición. Se paraba a fumar en la verja y cuando el cortejo fúnebre pasaba repetía varias veces el nombre de los difuntos. José María Rodríguez Chacón, Belisario González Tafur, Baudelino Mora Sánchez, María Clara Ramírez de Castro, nombres sin rostro que él en las noches, después de cenar, apuntaba de atrás para adelante en el libro.

Cuando Ana Felix cayó enferma, derrotada por el cáncer, Mercedes ordenó cerrar la casa. Encendió velas en todos los rincones, incluida la habitación de su madre y a la mañana siguiente salió al Telecom más cercano para telegrafiar a sus otros hermanos con la grave noticia: Mamá agoniza. Volver a casa pronto.

Mientras encendía las pequeñas veladoras Mercedes pensó, más con el corazón que con la cabeza, es decir; tuvo algo así como una revelación, una certeza que le indicaba disponer, antes de su muerte, servicios religiosos por un año entero para la salvación de su alma. ¿Qué atormentaba tanto a Mercedes? ¿O acaso creía que sólo así lograría su ingreso directo al cielo sin tener que pasar por el purgatorio? Tal vez buscaba un viaje directo y sin escalas, a lo mejor se lo merecía, o al menos eso creía.

La imagen escogida por la familia cuando Ana Felix falleció, para que se pusiera sobre su lápida y durante los servicios funerarios, que fueron en casa, como también serían años más tarde los de Federico, Herminia y la propia Mercedes, fue la de Jesús orando en el Monte de los Olivos.

Los días que Ana Felix pasó en cama agonizando y la casa estuvo cerrada a las visitas, solo unos pocos amigos, siempre son muy pocos, pudieron verla o estar allí para ofrecer su corazón, dar unas palabras de aliento y rezar la oración por los agonizantes del Sagrado Corazón de Jesús. Corazón de Jesús, hostia viviente, Santa y agradable a Dios, Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados, Corazón de Jesús, lleno de amargura por nuestra causa, Corazón de Jesús, triste hasta la muerte en el jardín de los Olivos…

Esa misma noche el padre Vargas ofició el sacramento de la extremaunción y aunque el sentido de la ceremonia no es exactamente el de preparar la partida del agonizante, sino, el de mantener fuerte la esperanza de su recuperación, todos sabían, incluida Ana Felix, que la muerte no se marcharía sin ella tal como lo hizo dos días después.  

La noche que el cáncer derrotó definitivamente a Ana Felix no hubo dramatismos. Nadie se descompuso. En pocas horas Herminia, Mercedes y Ramón dispusieron todo. No eran grandes cosas materiales sobre las cuales había que pensar. No. Las decisiones, que Ramón dejó finalmente en manos de Herminia y Mercedes, fueron sobre los objetos personales. Su ropa, la sortija de matrimonio, sus documentos, algunas cartas y fotografías. Finalmente somos solo recuerdo.  

Cuando Herminia y Mercedes terminaron de organizar las pocas cosas que le pertenecían a Ana Felix, las dos la desnudaron sobre la cama para asearla. Las dos, una a cada lado de la cama, limpiaron con devoción su cuerpo, o lo que quedaba de él, con agua tibia y aceites, y volvieron a vestirla, esta vez con el traje blanco que lució el día que llegó a ocupar la casa ocho años atrás.

Cuando terminaron de hacerlo Herminia tomó la mano derecha de su madre y la beso. Lentamente la paso por su cara, devolviéndole el acto de agradecimiento que Ana Felix había tenido con ella pocas horas antes de fallecer. Cuando terminó dispuso sus brazos cruzados sobre el pecho y acomodó en su cuello la medalla de plata de la Inmaculada.

El médico Arteaga, quien había tratado a Ana Felix desde su llegada a Ibagué, expidió el dictamen de la muerte a las ocho y treinta de la mañana y a las diez la funeraria ya se había llevado el cuerpo para prepararlo y traerlo de nuevo a casa para cumplir con los servicios funerarios. Al final del día el cuerpo sin vida de Ana Felix entró a la casa, vestida de blanco, como había ocurrido ocho años atrás, pero esta vez dentro de la caja mortuoria. 

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