¿De quién es la caligrafía del libro? ¿Por
qué esas anotaciones sobre pagos, abonos, y en sus márgenes observaciones sobre
la siembra de semillas? Mamá me dice que la letra es de Mercedes, la hermana de
mi abuelo materno, a quien nosotros nos acostumbramos a llamar tía. Su nombre
completo era María de las Mercedes.
En el libro que ahora tengo sobre mi
escritorio puede leerse, por ejemplo, que el 7 de enero de 1958, ingresó a la
casa el Sagrado Corazón de Jesús. La imagen fue entronizada esa noche, a las
8:30, anotó el abuelo, con la bendición del reverendo Vargas. Las tías, Herminia
y Mercedes, habían ocupado la casa junto a su madre Ana Felix, dieciséis meses
atrás, la mañana lluviosa del 17 de mayo de 1957, diez días después de la caída
de Rojas Pinilla.
¿Cómo habrá sido eso? No la caída del general,
en lo que pienso, o trato de imaginar, es en el recibimiento al ícono sagrado.
Imagino a las tías, a Herminia y Mercedes, al abuelo Ramón, y a Ana Felix, a
quien mi madre llamó siempre con cariño mamá Envin, mirar con piedad el ingreso
a la casa de la imagen del santo mayor, esta casa en la que ahora mismo escribo
estas palabras. La razón de tener la imagen, escribió el abuelo, fue la de ampararla
de ladrones y a sus habitantes de ataques espirituales.
Al parecer las anotaciones que abarcan
la primera parte del libro son de tipo contable, abonos o préstamos a clientes
que compraban en la tienda de abarrotes que Gregorio María, padre de Herminia,
Mercedes y Ramón, había fundado pocos meses después de haber llegado de
Abejorral a Villahermosa, primero, y después al Líbano, cuando el siglo
diecinueve apenas despuntaba.
La tienda vendía telas, vinos, esencias
florales y electrodomésticos, entre otros artículos. Entonces era Mercedes la
que ayudaba a Gregorio a llevar las cuentas de los abonos que hacían los
clientes a los que se les fiaba, porque entonces la palabra valía más que
cualquier cosa en el mundo, ingresaba la plata que los clientes pagaban,
apuntaba los pedidos y el valor de los artículos, uno por uno, cada detalle que
sumara o restara a la contabilidad de la familia era apuntado por Mercedes con
pulcritud y belleza, como si estuviera escribiendo un poema y no simples
números.
Después fueron apareciendo las
anotaciones del abuelo Ramón. La fecha de llegada de la familia a Ibagué, el
alquiler de la primera casa en la veinte con quinta, la compra de esta casa, el
día que fue habitada, la fecha en la que sembraron los árboles de naranja, los
nacimientos de sus hijos, el casamiento de ellos, la llegada al mundo de sus
nietos, la muerte de sus padres y hermanos, y su ingreso a trabajar a la
policía como peluquero, entre otros detalles.
Tal vez lo más extraño que el abuelo
llegó a consignar en el libro fueron los nombres de los muertos que cada tarde
pasaban frente a la casa rumbo al cementerio. Esa parecía ser su singular afición.
Se paraba a fumar en la verja y cuando el cortejo fúnebre pasaba repetía varias
veces el nombre de los difuntos. José María Rodríguez Chacón, Belisario
González Tafur, Baudelino Mora Sánchez, María Clara Ramírez de Castro, nombres sin
rostro que él en las noches, después de cenar, apuntaba de atrás para adelante
en el libro.
Cuando Ana Felix cayó enferma, derrotada
por el cáncer, Mercedes ordenó cerrar la casa. Encendió velas en todos los
rincones, incluida la habitación de su madre y a la mañana siguiente salió al
Telecom más cercano para telegrafiar a sus otros hermanos con la grave noticia:
Mamá agoniza. Volver a casa pronto.
Mientras encendía las pequeñas veladoras
Mercedes pensó, más con el corazón que con la cabeza, es decir; tuvo algo así como
una revelación, una certeza que le indicaba disponer, antes de su muerte,
servicios religiosos por un año entero para la salvación de su alma. ¿Qué
atormentaba tanto a Mercedes? ¿O acaso creía que sólo así lograría su ingreso
directo al cielo sin tener que pasar por el purgatorio? Tal vez buscaba un
viaje directo y sin escalas, a lo mejor se lo merecía, o al menos eso creía.
La imagen escogida por la familia cuando
Ana Felix falleció, para que se pusiera sobre su lápida y durante los servicios
funerarios, que fueron en casa, como también serían años más tarde los de
Federico, Herminia y la propia Mercedes, fue la de Jesús orando en el Monte de
los Olivos.
Los días que Ana Felix pasó en cama
agonizando y la casa estuvo cerrada a las visitas, solo unos pocos amigos,
siempre son muy pocos, pudieron verla o estar allí para ofrecer su corazón, dar
unas palabras de aliento y rezar la oración por los agonizantes del Sagrado
Corazón de Jesús. Corazón de Jesús,
hostia viviente, Santa y agradable a Dios, Corazón de Jesús, propiciación por
nuestros pecados, Corazón de Jesús, lleno de amargura por nuestra causa,
Corazón de Jesús, triste hasta la muerte en el jardín de los Olivos…
Esa misma noche el padre Vargas ofició
el sacramento de la extremaunción y aunque el sentido de la ceremonia no es
exactamente el de preparar la partida del agonizante, sino, el de mantener
fuerte la esperanza de su recuperación, todos sabían, incluida Ana Felix, que
la muerte no se marcharía sin ella tal como lo hizo dos días después.
La noche que el cáncer derrotó
definitivamente a Ana Felix no hubo dramatismos. Nadie se descompuso. En pocas
horas Herminia, Mercedes y Ramón dispusieron todo. No eran grandes cosas
materiales sobre las cuales había que pensar. No. Las decisiones, que Ramón
dejó finalmente en manos de Herminia y Mercedes, fueron sobre los objetos
personales. Su ropa, la sortija de matrimonio, sus documentos, algunas cartas y
fotografías. Finalmente somos solo recuerdo.
Cuando Herminia y Mercedes terminaron de
organizar las pocas cosas que le pertenecían a Ana Felix, las dos la desnudaron
sobre la cama para asearla. Las dos, una a cada lado de la cama, limpiaron con
devoción su cuerpo, o lo que quedaba de él, con agua tibia y aceites, y
volvieron a vestirla, esta vez con el traje blanco que lució el día que llegó a
ocupar la casa ocho años atrás.
Cuando terminaron de hacerlo Herminia
tomó la mano derecha de su madre y la beso. Lentamente la paso por su cara,
devolviéndole el acto de agradecimiento que Ana Felix había tenido con ella
pocas horas antes de fallecer. Cuando terminó dispuso sus brazos cruzados sobre
el pecho y acomodó en su cuello la medalla de plata de la Inmaculada.
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