Herminia y Mercedes nunca se casaron ni
tuvieron hijos. Sus vidas estuvieron dedicadas a la enseñanza en escuelas
públicas, primero en el Líbano y Murillo, poblaciones al norte del Tolima y,
luego, tras su desplazamiento forzado por el horror de la violencia política de
los años cincuenta, en Ibagué donde finalmente se pensionaron después de toda
una vida de servicio.
En el barrio eran conocidas como las
señoritas Correa. Todos profesaban un gran respeto por ellas, que sabían
guardar la distancia con sus vecinos sin dejar de ser nunca solidarias cuando
alguien lo necesitaba. Tal vez la seriedad y gravedad de sus palabras al
saludar, o al conversar brevemente con ellos, les granjeó esa imagen, extendida
a través de los años hasta hoy, cuando algunos de los pocos viejos que quedan
en el barrio las recuerdan.
No era extraño que regalaran pencas de
sábila, pequeños cortes de Yerbabuena y hojas de los árboles de naranja, que ellas
habían sembrado en el patio pocos días después de haber ocupado la casa. Nunca
le negaron nada a nadie. Ni a sus conocidos y tampoco a los que se arrimaran a
la verja a pedir un poco de comida o un vaso con agua. Costumbre que mi madre
mantiene hasta hoy pese a los reclamos de los vecinos que aseguran que darle
comida a esos pobres diablos incrementa la inseguridad en el barrio.
La gente, aún después de que habían
muerto, y mis abuelos Inés y Ramón pasaron a ocupar la casa, seguían golpeando a
la puerta en busca de las medicinales ramas, que según ellos servían para cerrar
heridas, curar el asma, la gripe y otros males del cuerpo.
Mientras que Federico y Luis no estaban
en la casa, el único cuarto que tenía puerta a la calle, y que servía de
dormitorio para alguno de los dos cuando venían a Ibagué, era utilizado por
ellas para recibir las visitas. Entonces, cuando partían de nuevo, Luis para
Zarzal y Federico para el Líbano o Murillo, sacaban la cama, el escritorio, el
solterón, y el baúl que servía para guardar la ropa, era utilizado como mesa para
colocar las delicadas piezas de porcelana alemana, que ellas tanto se esmeraban
en cuidar y carpetas en crochet tejidas con finos hilos que encargaban a
Medellín y que mallaban todas las tardes sentadas frente a frente y en silencio
en la sala principal de la casa.
Ese cuarto también sirvió en su momento
y en tiempos distintos como barbería, salón de belleza y consultorio homeopático.
La barbería fue de Federico, y aunque también Luis y el abuelo Ramón fueron
peluqueros, fue él quien ocupó varias veces el cuarto con sus peines, tijeras,
brochas, barberas, espejos, sillones y bacías.
Como barbero Federico era un gran
conversador, y aunque no es una condición de rigurosa exigencia, había en él
algo natural para entablar con sus clientes una conversación de lo que fuera,
generalmente de política y religión, y si el fútbol hubiese sido entonces un
espectáculo de primer orden, como lo es hoy, seguro también habría hablado con
ellos del partido de la noche anterior.
Federico se levantó siempre muy
temprano, al igual que las tías. Después de hacer la cama y colar el café, y
mientras ellas terminaban de rezar el rosario, cada una por separado, él, aún
en bata, se sentaba al escritorio y se dejaba llevar, con los ojos abiertos,
por las imágenes fragmentadas del sueño de la noche anterior, que rápidamente
eran interrumpidas por el vacío que le producía, aún después de tanto tiempo,
las cartas sin contestar de Rodrigo.
Cuando Mercedes golpeaba a su puerta
para anunciar que el desayuno estaba casi listo, Federico se incorporaba de
nuevo y arrastrando los pies se metía al baño para asearse. Mientras se vestía
lentamente, Herminia y Mercedes regaban las plantas y los árboles de naranja
del patio y daban de comer a los pájaros, que acostumbrados a las harinas de
pan, el azúcar y el agua, llegaban en pequeñas bandadas de azulejos, canarios,
cardenales y tórtolas todas las mañanas.
Debía ser extraño desayunar con ellas,
almorzar con ellas, verlas tejer toda la tarde, rezar el rosario a la Virgen
María, ir a misa, tomar el algo, y sobre todo, tratar de conversar con ellas de
algo distinto que no fuera sus primeros años en Villahermosa y lo felices que
fueron.
Herminia y Mercedes siempre se vistieron
de negro o casi siempre. Al menos ese era el recuerdo que yo tenía de ellas,
hasta la tarde en que encontré en el baúl las viejas fotografías familiares. En
algún momento, y por una razón que desconozco, las tías decidieron pasar al alivio
de luto, que imagino usaban cuando salían a cobrar la pensión, tomar onces al
Mohán, la cafetería del hotel Ambalá, o cuando eran invitadas a las fiestas de
sus sobrinos.
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