viernes, 11 de agosto de 2017

Las señoritas Correa

Herminia y Mercedes nunca se casaron ni tuvieron hijos. Sus vidas estuvieron dedicadas a la enseñanza en escuelas públicas, primero en el Líbano y Murillo, poblaciones al norte del Tolima y, luego, tras su desplazamiento forzado por el horror de la violencia política de los años cincuenta, en Ibagué donde finalmente se pensionaron después de toda una vida de servicio.

En el barrio eran conocidas como las señoritas Correa. Todos profesaban un gran respeto por ellas, que sabían guardar la distancia con sus vecinos sin dejar de ser nunca solidarias cuando alguien lo necesitaba. Tal vez la seriedad y gravedad de sus palabras al saludar, o al conversar brevemente con ellos, les granjeó esa imagen, extendida a través de los años hasta hoy, cuando algunos de los pocos viejos que quedan en el barrio las recuerdan.  

No era extraño que regalaran pencas de sábila, pequeños cortes de Yerbabuena y hojas de los árboles de naranja, que ellas habían sembrado en el patio pocos días después de haber ocupado la casa. Nunca le negaron nada a nadie. Ni a sus conocidos y tampoco a los que se arrimaran a la verja a pedir un poco de comida o un vaso con agua. Costumbre que mi madre mantiene hasta hoy pese a los reclamos de los vecinos que aseguran que darle comida a esos pobres diablos incrementa la inseguridad en el barrio.

La gente, aún después de que habían muerto, y mis abuelos Inés y Ramón pasaron a ocupar la casa, seguían golpeando a la puerta en busca de las medicinales ramas, que según ellos servían para cerrar heridas, curar el asma, la gripe y otros males del cuerpo.

Mientras que Federico y Luis no estaban en la casa, el único cuarto que tenía puerta a la calle, y que servía de dormitorio para alguno de los dos cuando venían a Ibagué, era utilizado por ellas para recibir las visitas. Entonces, cuando partían de nuevo, Luis para Zarzal y Federico para el Líbano o Murillo, sacaban la cama, el escritorio, el solterón, y el baúl que servía para guardar la ropa, era utilizado como mesa para colocar las delicadas piezas de porcelana alemana, que ellas tanto se esmeraban en cuidar y carpetas en crochet tejidas con finos hilos que encargaban a Medellín y que mallaban todas las tardes sentadas frente a frente y en silencio en la sala principal de la casa.

Ese cuarto también sirvió en su momento y en tiempos distintos como barbería, salón de belleza y consultorio homeopático. La barbería fue de Federico, y aunque también Luis y el abuelo Ramón fueron peluqueros, fue él quien ocupó varias veces el cuarto con sus peines, tijeras, brochas, barberas, espejos, sillones y bacías.

Como barbero Federico era un gran conversador, y aunque no es una condición de rigurosa exigencia, había en él algo natural para entablar con sus clientes una conversación de lo que fuera, generalmente de política y religión, y si el fútbol hubiese sido entonces un espectáculo de primer orden, como lo es hoy, seguro también habría hablado con ellos del partido de la noche anterior.    

Federico se levantó siempre muy temprano, al igual que las tías. Después de hacer la cama y colar el café, y mientras ellas terminaban de rezar el rosario, cada una por separado, él, aún en bata, se sentaba al escritorio y se dejaba llevar, con los ojos abiertos, por las imágenes fragmentadas del sueño de la noche anterior, que rápidamente eran interrumpidas por el vacío que le producía, aún después de tanto tiempo, las cartas sin contestar de Rodrigo.

Cuando Mercedes golpeaba a su puerta para anunciar que el desayuno estaba casi listo, Federico se incorporaba de nuevo y arrastrando los pies se metía al baño para asearse. Mientras se vestía lentamente, Herminia y Mercedes regaban las plantas y los árboles de naranja del patio y daban de comer a los pájaros, que acostumbrados a las harinas de pan, el azúcar y el agua, llegaban en pequeñas bandadas de azulejos, canarios, cardenales y tórtolas todas las mañanas.

Debía ser extraño desayunar con ellas, almorzar con ellas, verlas tejer toda la tarde, rezar el rosario a la Virgen María, ir a misa, tomar el algo, y sobre todo, tratar de conversar con ellas de algo distinto que no fuera sus primeros años en Villahermosa y lo felices que fueron.

Herminia y Mercedes siempre se vistieron de negro o casi siempre. Al menos ese era el recuerdo que yo tenía de ellas, hasta la tarde en que encontré en el baúl las viejas fotografías familiares. En algún momento, y por una razón que desconozco, las tías decidieron pasar al alivio de luto, que imagino usaban cuando salían a cobrar la pensión, tomar onces al Mohán, la cafetería del hotel Ambalá, o cuando eran invitadas a las fiestas de sus sobrinos.

En el baúl también encontré el cuaderno de anotaciones del abuelo, en el que registró con precisión los momentos más importantes de su familia, como la llegada a ésta casa, la entronización del Sagrado Corazón de Jesús pocos días después de habitarla, los nacimientos, matrimonios y muertes de sus hijos, hermanos y familiares lejanos, con esa hermosa y fina caligrafía, que hablaba muy bien de él, de su elegancia y rigor.   

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